Dice el tópico que "lo importante no es ganar, sino divertirse", pero apostaría doble contra sencillo a que no encontraríamos ningún aficionado que no creyera que "el subcampeón es el primero de los perdedores". Joe Jacoby -OT, Washington Redskins-, dejaría claro lo que piensan los jugadores al respecto cuando declaró que "pasaría por encima de mi madre por ganar una Super Bowl", a lo que su compañero de equipo, Matt Millen remacharía: "por ganar, yo también pasaría por encima de la madre de Joe".
La historia del deporte está repleta de grandiosos equipos cuyo palmarés no hace ninguna justicia a los méritos que un día acumularon. Perennes acreedores a la gloria que quemaron, hasta agotarlas, todas sus oportunidades. Y cuando quisieron mirar atrás y volver a intentarlo, sólo una vez más!, se dieron cuenta de que su tiempo había pasado y que jamás volvería. Todos podemos recordar como los Minnesota Vikings aún no han conseguido ningún campeonato pese a disputar, cuatro veces en seis años, la final de la Super Bowl. Los Denver Broncos también sería buen ejemplo de ello ya que mordieron el amargo polvo de la derrota -en otras cuatro ocasiones en diez años-, sino fuera porque acabaron alzando el Vince Lombardi en 1998 y 1999 de la mano de John Elway. Pero sin duda, no existe historia más triste que la protagonizada, padecida y culminada por los Buffalo Bills.
A principios de los noventa en Buffalo habían armado una potente escuadra. Una sólida defensa que prometía sangre, sudor y lágrimas a cualquier rival que tuviera el descaro de querer profanar su end zone. El ataque, dirigido por Jim Kelly como quarterback, desplegaba un sistema ofensivo llamado K-Gun, basado en la formación shotgun, suprimiendo el huddle (no-huddle offense), leyendo con rapidez las defensas contrarias y desplegando un endiablado juego de pase con rutas slant y cruces sobre la zona central contraria. A esta tarea se aplicaron con tanta efectividad los Andre Reed -wide receiver-, Thurman Thomas -running back- y compañía que a nadie extrañó verles presentar su candidatura al título en la XXV edición de la Super Bowl que se disputaría en Tampa. El partido se mantuvo en una tensa igualdad, repleto de acciones que hoy no dudaríamos en calificar como épicas.
Pero el caprichoso destino decidió que aquella sería la más emocionante y dramática de las finales de toda la historia del fútbol americano. Poco podían esperar los seguidores de los Bills que vivirían en sus propias carnes la cara más sádica de este deporte. Contra un marcador desfavorable de 20 a 19, los chicos de Marv Levy afrontaron con decisión un último y agónico drive contra reloj que les llevó, a falta de ocho segundos, hasta la yarda cuarenta y uno. Toda la suerte del campeonato dependería de las botas del kicker Scoutt Norwood. La tensión era tan grande que el linebacker Pepper Johnson y los DB's Mark Collins y Greg Jackson, todos ellos de los New York Giants, rodilla en tierra, se agarraron de las manos y empezaron a rezar. Otros, a ambos lados del terreno de juego decidieron simplemente darse la vuelta y aguardar la reacción de la grada, incapaces de soportar tan sublime instante. El golpeo de Norwood se perdió a la derecha de los palos. Los Bills acababan de perder una Super Bowl que casi habían tocado con la punta de los dedos.
Ese terrible golpe, tanto por el resultado como por la forma en la que se produjo, hubiera bastado para destruir en mil pedazos la moral de cualquier franquicia. En lugar de eso, los Bills soportaron aquel tremendo mazazo con una encomiable entereza. Los líderes del equipo dieron un paso adelante y fueron seguidos con ciega fidelidad por el resto del vestuario.
Así que, ante la sorpresa de propios y extraños, en Buffalo apretaron los dientes y se presentaron en 1992 en el Hubert H. Humphrey Metrodome de Minneapolis para disputar -por segundo año consecutivo-, una Super Bowl. Fue la mejor temporada del binomio Kelly-Thomas. No lo intuyeron pero jamás volverían a alcanzar el nivel de juego que aquellos meses lucieron por todo el país. Se enfrentaron las dos mejores ofensivas de la liga pero la final apenas tuvo historia. Los Bills nunca tuvieron una oportunidad real de ganar, demasiado debilitados en defensa como para oponer resistencia a unos Washington Redskins liderados por el quarterback canadiense Mark Rynien -¿cabe mayor humillación?- y los receptores Gary Clark y Art Monk. Los Bills regresaban a casa tras perder otra final. ¿Quién podía haber pensado que esta historia continuaría?.
Doce meses más tarde, creedme, doce meses después, ante el estupor general, los Buffalo Bills hacían ondear de nuevo sus colores en una Super Bowl. Era increíble!. La dureza de carácter que demostraba toda la organización, las ansias de victoria y la tenacidad de todos los protagonistas de este relato hacían de ellos un caso único en la historia de la NFL. ¿Sería en Pasadena donde los Bills exorcizarían, de una vez por todas, sus demonios?. Se enfrentaban a los Dallas Cowboys, uno de los grandes dinosaurios de este deporte en plena lucha por reverdecer laureles. Y como si se tratara de una maldición, un encantamiento, alguna especie de maléfico conjuro, otra vez fueron superados, más que eso, aniquilados por 17 a 52. Cambiaban las caras y los uniformes rivales pero la historia se repetía con tanta implacabilidad como ausencia de compasión. La mirada de Kelly, perdida en los cielos de Pasadena, le evitó contemplar la dolorosa escena de los Troy Aikman, Emmitt Smith o Michael Irvin ascendiendo por la escalera de la inmortalidad.
Mil novecientos noventa y cuatro es el final de este increíble camino. Y como en cualquier aventura, tan épica como la que estáis leyendo, el final no puede ser otro que el del duelo a muerte. El lugar elegido, Atlanta. La fecha señalada, el 30 de enero de 1994. Ese día la sufrida afición de los Bills volvió para apoyar a sus colores. Para ganar o morir. Sabían que por pequeña que fuera, existía una posibilidad de redención y pensaban aferrarse a ella con sus últimas fuerzas.
Confiaban ciegamente en los artífices de ese viaje, en aquellos elegidos que podían abrir las puertas de esa gloria esquiva. Los Bills se conjuraron para luchar, en cada segundo, sin descanso, poniendo toda la carne en el asador y a fe que lo hicieron. Pero un Emmitt Smith pletórico, exultante, cabalgaba, casi volaba sobre los campos de fútbol como si se tratase de un nuevo Teseo. Era tan inalcanzable y estaba en tal estado de gracia que esa temporada conquistó al asalto su segundo Vince Lombardi, haciéndose con el MVP de la temporada regular, también de la Super Bowl y destrozando el récord de yardas de carrera en una regular season. Tras encajar 24 puntos sin poder dar la respuesta adecuada, los Buffalo Bills terminaron sucumbiendo por 30-13. Habían enfrentado los mejores Cowboys de la década y esa, quizá, era ya una meta demasiado lejana.
De un sueño roto una, dos, tres, hasta cuatro veces. De tremendas decepciones y de una injusticia deportiva. De unos tipos que cayeron y tuvieron los suficientes arrestos como para levantarse de nuevo y seguir adelante. Todos los que ganaron a los Bills triunfaron en buena lid pero, de igual forma, los de Buffalo merecieron mayores premios. Estoy seguro de que los que vivieron en primera fila aquellas devastadoras finales, no habrá noche sin que se acuesten buscando una explicación a tanta desdicha. Ahora decidme, ¿estáis seguros de que esta es la historia de una derrota?.