Revista Arte
Cuando los almohades llegaron a Hispania -seducidos por los perdedores almorávides, ya casi vencidos por los cristianos de la península Ibérica- alcanzaron su esplendor con el califa almohade Abu Yusuf (1135-1184). Este califa norteafricano decidió que su capital imperial almohade fuese la ciudad rivereña de Sevilla. Fue él quien ordenó construir una gran mezquita, proyecto que tan sólo pudo comenzar y que nunca llegaría a competir siquiera con la ya tan hermosa, grandiosa y sagrada Mezquita cordobesa.
Pero, al menos, la mezquita almohade hispalense tendría un alminar, o torre de llamada a la oración, tan alta y decorada como la sagrada Kutubia de Marrakech. Y así pasaron los años, hasta que en 1248 los cristianos del rey Fernando III alzaron el crespón castellano-leonés sobre la famosa Giralda. Sin embargo, esos mismos cristianos mantuvieron la construcción, ahora ya consagrada al rito católico, tal como estaba para ser sede arzobispal de aquel nuevo reino conquistado.
Así que no fue hasta julio de 1401 cuando el cabildo sevillano decidiera erigir, en ese mismo lugar, una gran catedral, tan grande y tan buena, que no haya otra igual. La ciudad por entonces, principios del siglo XV, no tenía demasiados artesanos ni artistas conocedores de las técnicas constructivas y decorativas que una obra tan inmensa requería en verdad. Y es por lo que fueron llamados por toda Europa cristiana los mejores creadores que el nuevo siglo pudiera ofrecer. Vinieron de Italia, de Francia, de Alemania, del resto de reinos peninsulares. Arquitectos, escultores, pintores, artesanos, creadores todos ellos con experiencia en decoración y construcción de templos por toda la Cristiandad.
¿Quién fue aquel arquitecto de todos que ideara primero el diseño de este enorme templo que nunca antes fuese diseñado? Por entonces, como ahora, se obligaba a dibujar los planos del edificio -y a firmarlo- al maestro constructor de la obra. Esos documentos existieron, y en ellos aparecía el nombre del primer atarife responsable de aquella magna creación. Porque luego hubieron más, tantos como los años que se tardaron en terminarla. Desde comienzos del siglo XV hasta mediados casi -1465- se consiguió alcanzar levantar la Catedral poco más de la mitad de su altura definitiva. No fue sino a finales del siglo XV cuando se logró terminarla, llegando definitivamente a 1506 su finalización completa.
Aquellos planos iniciales fueron guardados en el archivo catedralicio sevillano, hasta que el rey Felipe II ordenó llevarlos al Palacio Real de Madrid a finales del siglo XVI. En este viejo Alcázar madrileño durmieron sus recuerdos los planos de la Catedral de Sevilla, con el diseño inicial y la firma de aquel primer arquitecto que ideara la estructura de sus muros. Allí estuveron hasta que perecieron por completo -y con ellos el autor de los mismos- consumidos por las llamas del arrasador incendio que acabara definitivamente con el Real Alcázar madrileño el 24 de diciembre de 1734.
Una de las puertas del magno edificio eclesial sevillano es la llamada de las Campanillas, situada hacia el este -a la actual plaza de la Virgen de los Reyes. Llamada así porque, cuando se construía la catedral, este lugar era el desde el cual se llamaba con unas campanillas a la finalización de la jornada. Como Sevilla y sus alrededores no poseen canteras de piedra para esculpir, tuvieron que utilizarse otros procedimientos artísticos. El relieve que decora el tímpano de esta puerta representa la llegada de Jesús a Jerusalén. Está realizado en barro cocido, una técnica que sólo artesanos franceses dominaban muy bien. Uno de los mejores escultores de entonces, conocedor de ella, llegaría a Sevilla en 1516 del sur de Francia, Miguel Perrin.
Junto a él, otros artistas finalizarían las obras que tratarían de adornar aquel grandioso deseo de los sevillanos de finales del siglo XIV. En ellas contribuyeron diferentes creadores y arquitectos, diferentes órdenes de diseño también. Desde la arquitectura gótica -su principal orden- hasta la alemana, la greco-romana, la árabe y la plateresca, ésta propia de sus últimos años. Así se configuraría la extraordinaria construcción que, como todas las obras de los Hombres, pasaría por años de visicitudes y de cambios. Por ella recorrieron y dejaron su Arte seres desconocidos hoy, seres que un día pensaron en sobrevivir a sus esfuerzos dedicando su saber y su destreza en esas obras. Obras -grandes o pequeñas- que permanecerán indelebles, sin embargo, mucho más que aquellos deseos inmortales de sus abnegados creadores.
(Fotografía del tímpano de la Puerta de las Campanillas, Catedral de Sevilla, obra Jesús entra en Jersusalén, 1520, barro cocido, del escultor de origen francés Miguel Perrin, 1498-1552; Fotografía de una gárgola de la Catedral hispalense; Fotografía de la fuente de la plaza de la Virgen de los Reyes, Sevilla; Fotografía del tejado de edificio anexo a la Catedral de Sevilla; Fotografía de la fachada de edificio de la ciudad de Sevilla; Fotografía de Sevilla, vista parcial de la cúpula de la iglesia de la Magdalena, Sevilla; Fotografía de esquina del Palacio Arzobispal, Sevilla; Fotografía de los arbotantes del edificio gótico de la Catedral hispalense.)
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