Mientras veía a la perra arder, despedazada, dentro del horno de barro construido en ese gran jardín que tenía la casa de campo de sus padres, Ánder recordaba las veces que Vanidad lo había vuelto loco: las meadas sobre sus pinturas, las cacas repartidas por todos los rincones de la casa y las noches sin dormir debido a los aullidos que la terrier australiana emitía al asustarse con cualquier ruido como el paso del camión de la basura o por un trueno de alguna noche tormentosa.
Ánder le obsequió a Ibón, su pareja, una cachorrita de pocas semanas en la Navidad del año pasado. Pensó que sería un buen regalo para reforzar su relación luego de un periodo conflictivo de discusiones y mutuas recriminaciones. Ibón era actor y Ánder un pintor autodidacta. Este último tenía un pequeño taller en el piso que compartían en pleno centro de Bilbao. Mientras Ánder pasaba la mayor parte de su tiempo dentro de su morada, Ibón salía, iba a los platós y viajaba para grabar los exteriores en algún lugar pintoresco.
Si bien Ánder conocía del trabajo de Ibón desde antes de vivir juntos, en los últimos meses de aquel año sus celos, apaciguados durante un buen tiempo, volvieron a aparecer con fuerza y se acrecentaron con el correr de los días. La razón: la llegada de un nuevo actor, más joven y apuesto que él, al equipo de grabación de la serie en donde Ibón trabajaba. “¡Qué feliz y contento te vas a trabajar hoy! ¿Por qué será?” o “¿cuándo me vas a abandonar por el maricón ese?” eran algunas de las frases que Ánder repetía todas las mañanas en casa de la pareja. Ibón, por el contrario, prefería muchas veces callar y soportar sus agresiones, esperando que el tiempo lograse espantar sus miedos o que su colega termine cuanto antes con su participación en el rodaje.
Por eso, la llegada de “Vani” era un gesto de Ánder hacia la reconciliación, sabiendo que su inseguridad lo estaba traicionando y que había convertido la convivencia en un campo de batalla. Pero además Ánder tenía una segunda intención: integrar a Vanidad como la hija de la familia, alguien a la cuál habría que cuidar, darle amor y enseñarle a crecer. Ibón estaba por la labor de adoptar un niño pero Ánder se había opuesto siempre a la idea. “¡Estamos muy viejos para eso, el próximo año cumplimos cincuenta años y ya no es edad para criar a nadie!” fue la frase con la que Ánder cortó la enésima discusión al respecto.
Vanidad –llamada así por Ánder como burla al excesivo cuidado de la imagen que tenía Ibón: “Ahí va Ibón y su Vanidad”- acercó en un inicio a la pareja, tranquilizó los celos de Ánder y satisfizo de alguna forma las ansías de Ibón por ser padre. Pero los problemas retornaron pocos meses después. En lugar de fortalecer a la pareja, Vanidad se convirtió en el nuevo, y único, objeto de deseo de Ibón. Le consentía todo, no hacía nada por educarla, la llevaba a las grabaciones, no escatimaba en gastos para comprarle juguetes, vestirla con ridícula ropa de marca y regalarle sesiones de peluquería canina cada dos semanas.
Esto provocó en Ánder el regreso de sus celos pero ahora en contra de su pequeña terrier, la que ahora sí, de verdad, la había alejado de su Ibón y la razón por la que su marido prácticamente le había quitado toda la atención. Volvieron los enfrentamientos, los enfados y las amenazas de separación, pero en esta ocasión era la obsesión de Ibón por su perra lo que dificultaba cualquier acercamiento de la pareja.
Pero fue esta mañana cuando Ánder tomó la trágica decisión. Había prendido la televisión y en el noticiario mostraban un especial sobre la nueva temporada de la serie de su marido. Ánder perdió la razón en cuanto vio a la reportera entrevistando a Ibón junto con el actor de la discordia y en el medio de ellos Vanidad, con un par de coletitas rojas, haciendo la delicia de todos quienes estaban a su alrededor.
Esa misma tarde, mientras Ibón se duchaba luego de regresar de trabajar, Ánder tomó a la perra, la metió en una bolsa, la guardó en el maletero del coche y salió rumbo a la casa de campo de sus padres. A mitad de la carretera se detuvo, le rompió el cuello a la terrier y luego siguió manejando los pocos kilómetros que le faltaban para llegar al pueblo de su infancia. Ya en la casa, puso los restos de Vanidad sobre la mesa en donde se trocea la carne y usó el hacha como cuando lo utilizaba con el cochinito o el cordero.
Ibón llegó al lugar del siniestro incidente en un coche de la policía junto con dos agentes en el momento en que Ánder veía a la perra arder, despedazada, dentro del horno de barro del jardín de la casa de sus padres. “¿Pero qué has hecho, psicótico de mierda? ¡Cómo has podido hacer esto!” se lamentaba con lágrimas al mismo tiempo que los policías arrestaban a su pareja y lo llevaban hacía el patrullero. Ánder, antes de subir al coche, le mostró una media sonrisa a su pareja y rompiendo su silencio le dijo con la mayor tranquilidad del mundo: “Te dije que la Vani nos iba a cambiar la vida”. Ánder no volvió a hablar en todo el trayecto hacia la comisaria.
Publicado en “Asíntotas”, blog colectivo basado en una misma línea creativa