Editorial Mondadori. 191 páginas.
1ª edición de 2013.
A Sergio del Molino (Madrid, 1979) lo conocí en el encuentro de blogs
literarios que se celebró en el Media-Lab
Prado de Madrid en marzo de 2012, al que los dos habíamos sido invitados.
Después de aquel día he coincidido con él en dos ocasiones. Fui a la
presentación de su libro No habrá más enemigo en Madrid, que
tuvo lugar en la librería Tipos Infames (la reseña de ese libro
está AQUÍ). También fui el año pasado a la presentación en Madrid de su nuevo
libro, La hora violeta, en La
Central de Callao. Esto ocurrió en abril de 2013, y hasta este enero La hora violeta ha sido uno de mis
posibles libros por leer. No lo empezaba debido a mi caos habitual respecto a
las nuevas lecturas que acometer y también por el miedo que me provocaba adentrarme
en sus páginas.
La hora violeta, como el propio autor nos cuenta en la primera
página, trata de lo siguiente: “Mi hijo Pablo tenía diez meses cuando ingresó
en el hospital, y estaba a punto de cumplir dos años cuando arrojamos sus
cenizas. Ése es el tiempo que cabe en nuestra hora violeta. Ése es el tiempo
que cabe en este libro, que contiene todas las palabras que hacen falta para
nombrar mi condición” (pág. 11).
En octubre de 2013 La hora violeta fue galardonada (junto
con Daniela
Astor y la caja negra de Marta
Sanz) con el premio Tigre Juan;
y en diciembre de 2013 le concedieron el premio
Ojo Crítico.
En La hora violeta no hay trucos narrativos; y aun así, a pesar de
haber leído en la primera página el párrafo que he copiado más arriba, uno
espera que Pablo pueda librarse de la enfermedad y que Sergio y Cris, sus
padres, puedan retomar su vida donde la dejaron antes de que le fuese
diagnosticada a su hijo una complicada leucemia. De hecho, Sergio juega en el
texto a reírse de los trucos narrativos, y –como ya hacía en No habrá más enemigo– compara su
narración con el guión de una película: “Vivimos atascados en ese no-man’s time, en un pleonasmo de
nosotros mismos, y en él evocamos aquel relato fantástico e inverosímil,
aquella tragedia barata llena de artificios de guionista zafio, que nos encerró
aquí” (pág. 11); “Golpes de efecto baratos e insoportables, reiteraciones de
guión de telefilme de sobremesa, pirotecnia melodramática” (pág. 44).
Escribir La hora violeta le sirve a Del Molino para evadirse de lo
importante –el recuerdo de su situación–, haciendo de la escritura de su
historia lo urgente: “Lo urgente es también este libro. Con su escritura
esquivo lo importante. Encaro la pena con palabras, y mientras resuelvo
problemas de estilo, depuro el lenguaje y estructuro sus páginas, evito ser
tragado por lo importante. Cuidar de los detalles literarios es mi forma de
asirme al mástil y mantenerme al mando de la nave. De otro modo, me perderían
las sirenas o me cegaría la contemplación del brillante y amorfo espanto que me
rodea y me atraviesa” (págs. 144-145).
Cuando este libro fue novedad
literaria y se comentó en algún blog de reseñas, recuerdo leer alguna opinión
que afirmaba que sobre algo así –sobre la muerte de un hijo– no se debería
escribir. En aquel debate acabé interviniendo para apuntar que lo mismo podría
decirse de los escritores que relatan sus experiencias en los campos de
concentración nazis, que sobre eso no debería escribirse. Vuelvo a opinar ahora
lo mismo que opiné entonces: es precisamente de estos temas, de los temas más
duros y terribles, de los que más nos afectan, precisamente de los que hay que
hablar. Puede que una aventura en un país lejano, y en otra época, logre interesarme
o no, pero una experiencia tan íntima como la muerte de un ser querido y, de
forma más sangrante, en el caso de un hijo, me ha emocionado mucho. Desde
luego, no creo en la idea de que, porque alguien hable de un tema solemne, su
libro se convierte de forma automática en literatura. La hora violeta es literatura porque, al hablar de un tema
universal (la muerte de un ser querido), consigue tratarlo con mucha
delicadeza, reflexionando sobre la muerte y la vida en un hospital, y desde
ángulos muy personales. “Me siento extranjero en un país cuyo idioma no
comprendo y donde todo el mundo me habla”, nos dice el narrador en la página
30, para dos páginas más tarde afirmar: “La tregua ha terminado y ahora sé
perfectamente dónde estoy y qué idioma se habla aquí”.
Del Molino nos describe cómo es
la vida en una planta hospitalaria de oncopedriatía (A partir de aquí, monstruos,
se titula la primera parte del libro); pero nunca se recrea en el dolor,
siempre hay un intento de dignificar a los niños enfermos (es decir, no
tratarlos con condescendencia) y un reconocimiento de la labor de médicos y
enfermeras. Quizás las páginas que me han parecido más hermosas del libro,
porque hay mucha belleza en toda esta desolación (y quizás la literatura valga
precisamente para eso: para alumbrar tantos lugares oscuros), sean precisamente
aquellas en las que Del Molino se aparta momentáneamente de la descripción del
día a día del hospital y reflexiona sobre lo que le ocurre. Las referencias
literarias son constantes aquí: Thomas
Mann, Goethe, Primo Levi, Claudio Rodríguez, Casavella...
y, por supuesto, Francisco Umbral.
La sombra de Mortal y rosa gravita sobre La
hora violeta, que se abre con una cita del libro de Umbral y acaba con una
reflexión sobre esta obra, tan desagarrada y hermosa, sobre la muerte de un
hijo.
Destacaría precisamente esos
pasajes del libro en los que la tensión dramática se aleja un poco del foco
narrativo y Del Molino evoca, por ejemplo, una ciudad canadiense, Saskatoon,
que gracias a la letra de una canción decide convertir en un refugio factible;
o sus paseos por Barcelona.
En cualquier caso, el libro no se
adentra en la experiencia de la muerte del hijo hasta el final: las semanas
finales, la muerte y el entierro no se incluyen en estas páginas.
He escrito al comienzo de esta
entrada que acercarme a este libro me daba un poco de miedo. Ahora, una vez
leído, opino que ha sido una experiencia positiva leerlo: me he sentido muy
cercado al narrador, su drama ha sido durante unos días mi drama, lo que ha
hecho de la lectura de este libro –poco condescendiente con la lágrima fácil y
cargado de dignidad– una experiencia muy enriquecedora. La hora violeta ha alumbrado para mí algunos rincones oscuros de la
existencia, y precisamente ése es el gran valor de la buena literatura.