La tarde del 25 mayo cayó un buen chaparrón (1 h.) en Puebla de Valles. Tras la tormenta el día quedó nublo. Tenía que acercarme al Monasterio de Bonaval (está en restauración) y decidí hacerlo por la Hoz del Jarama, saliendo desde el puente medieval de Valdesotos. El rio bajaba grande, turbio y cantarín. Las gotas de lluvia se deslizaban entre las hojas de los olivos y de los alisos. Un corzo me confundió con un competidor y ladró con fuerza; conforme me alejaba bajó el tono. Espinos y cantuesos, con sus flores blancas y amarillas, daban color a la tarde. Una culebra de escalera se calentaba tendida en medio de la vereda; aunque la rodeé, huyó deprisa.
Un intenso olor a humedad y a jaras invadía esta tramo. Sobre los acantilados una decena de buitres tomaban el sol, desplegando las alas. Unos despegaban y emprendían un vuelo cadencioso; otros regresaban con ramillas para el nido. Los robles estaban de un verde intenso y sus flores goteaban esencias. Las obras de Bonaval van despacio, como era de esperar por las lluvias.
A la vuelta salió el sol, que se reflejaba en los acantilados, donde sus majestades seguían reposando. Se distinguían gritos de los aguiluchos, mezclados con graznidos de buitres. En el río jardines japoneses en medio del cauce; no resistí la tentación y bajé. ¡Que espectáculo! Cuando la vereda se separó del cauce, se oyeron los cantos de jilgueros, mirlas, mirtos, ruiseñores y otros pajarillos que celebraban la primavera.
Dos horas de ruta, sin ningún humano a la vista. Ha habido momentos intensos, breves y eternos, en los que me he sentido totalmente integrado en la naturaleza como un ser vivo más. Ni siquiera me sentía humano. Me dejé llevar y disfruté de una hermosa tarde que con gusto repetiría.
Lar-ami