Foto: Javier Arroyo
Querido padre:
Llevo días queriendo escribirte y hoy ya no he podido más. Acabo de ver salir por la Puerta del Príncipe al hijo de tu torero -y del mío- y se me han venido a los ojos tantas emociones, y tantas palabras a la boca, y tantas caricias a las yemas de mis dedos, que me ahoga el sentimiento y sé que, si no te cuento esto, tanta pasión va a abrirme llagas por dentro.
Lo sacaban como a un muñeco. Lo zarandeaban. Lo empujaban, empeñados en quitarle un cachito de su vestido, igual que él le ha quitado tiempo al tiempo, para después regalárselo, multiplicado hasta el infinito, en la eternidad de un muletazo hondo y sutil a un tiempo.
Padre, tenías que haberle visto. Citaba al toro con un levísimo toque de muñeca, le embelesaba con la caricia de su muleta serena y así, ceñidos los dos en un abrazo de gloria, se cimbreaban al vaivén de una coreografía de ésas que inventáis los que habitáis en lugares que no son de este mundo.
Y así una y otra vez. Y otra. Y otra más. Y él se sonreía. Y parecía preguntarse si en algún momento no abriría los ojos y se daría de bruces con la penumbra aviesa del hotel, con ese espacio donde el tiempo hiere porque la muerte y la gloria se juegan tu vida a la carta de la suerte.
Padre, hoy Manzanares es tan mito como Manzanares. Hoy la historia ha cambiado su rumbo. Hoy el toreo ha vuelto a clavársenos en el alma para dejar en nuestras vidas la huella de la grandeza.