Llevaba huyendo toda la noche. Le dolían todos los músculos. Necesitaba tomar aire, así que se detuvo por fin. Sería sólo un momento. Se dio cuenta de que estaba amaneciendo.
Había llegado al límite del bosque y ante él se abría una amplia llanura salpicada de arbustos. Era un terreno peligroso, pues lo dejaba expuesto a la jauría humana que ansiaba acabar con él, como había hecho con toda su familia, a sangre fría, con saña, sin remordimientos.
El instinto de supervivencia lo empujaba a huir, a seguir corriendo sin mirar atrás, pese a la tentación de rendirse. Su mente se empeñaba en reproducir sin pausa las escenas de sangre y muerte que lo atormentaban desde el atardecer, y que lo harían durante el resto de su vida. Quizás no fuera mucho tiempo más. Después, oscuridad y silencio.
La tentación de acabar era grande, pero también sentía una rabia inmensa, un deseo incontenible de venganza, que, junto al instinto de salvación, todavía ganaban la partida.
Quería degollar, mutilar, arrancar el corazón a aquellos seres despiadados a quienes no les temblaba la mano a la hora de apretar el gatillo asesino.
Le habían arrebatado a sus hijos y a su compañera. Ya no podría enseñar a sus pequeños los misterios de la vida, no los vería crecer. No había asimilado aún que aquellos amasijos sanguinolentos e inertes que había dejado atrás fueran los mismos torbellinos de vida con quienes había estado jugando sólo unos minutos antes de que empezara la pesadilla.
En su cabeza aparecían las miradas diabólicas, las sonrisas grotescas, los gruñidos perversos de los portadores de muerte.
Y él no podía hacer nada.
Eran demasiados.
Por algún motivo incomprensible, había escapado de la carnicería y sus extremidades habían tomado el control. Y junto a las imágenes de muerte y a la sed de venganza, su cerebro repetía una única consigna: «¡Corre!».
El bosque estaba en silencio. Demasiado silencioso. A aquella hora los pájaros cantores deberían haber iniciado su concierto de bienvenida al nuevo día. Aguzó el oído. Escuchó el piar nervioso de un grupo de aves que se aproximaba desde el norte, de donde él venía. Sintió un aleteo que aterrizaba en una rama sobre su cabeza. Levantó la mirada, justo a tiempo para ver al arrendajo que reemprendía la huida. Porque se trataba de eso: huía, como el resto de aves que en aquel momento sobrepasaban el límite del bosque.
«¡Corre!», volvió a escucharse gritar. Y entonces la brisa le acercó el sonido siniestro, otro de aquellos ladridos de muerte.
No había otra alternativa que salir del bosque, que seguir huyendo, hasta donde su aguante alcanzara.
Arrancó a correr, apenas capaz ya de activar los músculos entumecidos y de doblar las articulaciones doloridas. A cada nuevo contacto con el suelo notaba como si espinos crueles se le clavaran hasta el hueso. Pero a pesar de todo dio una zancada, y otra, y otra más, y enseguida sintió el viento que le silbaba en los oídos.
«¡Corre! ¡Corre! ¡Corre!»
Y entonces sintió otro silbido, diferente. Era el mismo silbido letal que había acabado con su familia. Lo acompañaban una detonación y los ladridos ansiosos de aquellos perros que se habían contaminado de la crueldad de los seres que los azuzaban, seres para los que el término humano había perdido todo significado.
El lobo corría, ahora a campo abierto.
Un blanco perfecto para las escopetas de los hombres implacables.
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