Suecia lleva todo el día llorando, y cómo, sin duda por nuestra inminente partida. Los suecos endulzan el sonido gutural de su lengua con un tono delicado, fino y bajo no apto para durezas de oído. Echarán de menos, con toda seguridad, nuestra algarabía latina, unida al desparpajo que da saberse ininteligible también. El poco castellano que ha llegado a mis oídos ha sido con acento sudamericano en Oslo (Noruega) y en Haga, uno de los barrios más bohemios de Gotemburgo. Ni siquiera catalán. Será la crisis? Acaso será que Suecia no entra en los parámetros de destino barato y de sol y playa? Será…
Lo que sí es seguro es que el despertador sonará dentro de 19 horas. A partir de ahí, empieza el retorno, primero en coche hasta el aeropuerto de Gotemburgo, de una hora y media aproximadamente y, desde allí, el avión de vuelta a casa.
Me dice una amiga funcionaria con la que he coincidido también conectada a Facebook que no vuelva “con la que está cayendo por aquí”. Y me pregunta si aquí habría trabajo para funcionarios-vapuleados. Que se viene volando, asegura. Seguramente, con un aceptable nivel de inglés, no sería difícil encontrar trabajo aquí. Por error, entramos ayer en una oficina de desempleo. Aquí llaman a las cosas por su nombre, sin eufemismos: si estás en paro tienes que ir a una oficina de desempleo. Lo de oficina de empleo suena a chirigota, a humor negro.
Amplia, luminosa y… vacía. Un solícito oficinista se acercó cuando nos vio entrar y escuchó atentamente nuestras palabras. Dejé a mi companyera de viaje, la que me viene aguantando desde hace ya una eternidad, o un suspiro, con su inglés más fluido que el mío, que explicara nuestro problema: que si una multa de aparcamiento en Noruega, que si no éramos de aquí (confirmando lo evidente), que si queríamos pagarla,… El estrabismo del joven se agudizaba por momentos mientras nosotras nos atropellábamos en injusta lid por acabar antes la frase. Desistí: ella tiene más vocabulario también y ya era el tercer lugar que visitábamos con nuestro problema. Derrotada, observé el entorno, aquella oficina funcional y despejada: estábamos en un catálogo de Ikea. Armada de valor por la familiaridad, decidí tentar la ira de los dioses y la interrumpí: “Es esto un banco?”, pregunté, imitando a Helen Mirren en The Queen. “No! Esto es una oficina de desempleo!”, dijo él, ya aliviado al entender nuestra entrada allí.
Viniendo de Espanya, es normal confundir un banco con una una oficina de desempleo. En el país de La Roja, ahora vestidito de azul, las oficinas de empleo parecen una plaza de toros en la reventa de la reaparición de Julio Tomás, con todo el pescado ya vendido, los de siempre en el tendido de sombra y los de afuera impotentes mientras la plaza gira y gira expulsando a los más débiles, a los que menos asideros tienen.
Tras las disculpas, salimos de aquel pulcro espacio del que me hizo sospechar la falta de folletos, de publicidad enganyosa de preferentes, de seguros de vida, de muerte, de un hogar que no es el tuyo, sino de ellos. Tampoco pudimos completar nuestro objetivo y pagar la multa en los cuatro bancos que visitamos ese día. El lunes huiremos a Espanya, paraíso de la impunidad.