Como último ensayo relevante antes de Sudáfrica, la selección argentina venció a Alemania bajo el gélido clima de Munich. Ningún futbolero puede desconocer cuán importante resulta un triunfo frente a un rival de la jerarquía de los tres veces campeones del mundo, en tierras teutonas, y a menos de cien días para que comience la máxima cita del fútbol internacional. En el caso argentino, la significación es doble, pues el equipo venía de una seguidilla casi terrorífica de derrotas impensadas, mal juego y triunfos agónicos, que apenas la posibilitaron entrar al Mundial por la ventana y no por la puerta principal, como de costumbre. Por lo tanto, pretender quitarle entidad al partido disputado el miércoles pasado, en las circunstancias por las que atraviesa el seleccionado que conduce Maradona, es más bien disparatado. Dicho esto, vale aclarar que ojalá el 1 a 0 surta efectos positivos desde el punto de vista psicológico (de un plantel que aparecía con la moral en baja), pero que no genere conformismo desde al aspecto netamente futbolístico, dado que aún queda mucho, demasiado por mejorar.
Es sabido que la Argentina es un país de antinomias acentuadas y perdurables en el tiempo. En el plano del fútbol, Menotti y Bilardo personifican –pese a que están medianamente retirados como entrenadores desde hace bastante– dos modos antitéticos de apreciar un juego que admite múltiples lecturas. Ambos modos tuvieron sus momentos de gloria en 1978 y 1986, y hasta el día de hoy la conciencia colectiva argentina no logra emanciparse de esos modelos conceptualmente inconciliables. Cuando Maradona asumió en su cargo, me pregunté –dada su nula experiencia previa en el rubro– cómo jugaría el equipo que él iba a dirigir. Si bien, como jugador, su máximo rendimiento deportivo lo alcanzó con Bilardo sentado en el banquillo, también es cierto que brilló en el Mundial Juvenil de 1979 dirigido por Menotti. ¿En la consideración de Maradona predominaría más el rigorismo táctico y los planteos conservadores propios del bilardismo? ¿O se decantaría por la liberación de las ataduras del pizarrón en pos de alcanzar un juego donde las formas tengan su valía, donde crear posea más importancia que destruir? Queda bastante claro, luego de las recientes actuaciones en Montevideo y Munich, que la identidad futbolística del equipo argentino se puede resumir en el siguiente lema: mantener el cero en el arco propio como premisa básica.
En el Alianz Arena se pudo comprobar. Con cuatro zagueros centrales en la línea defensiva, la propuesta no admitía mayores interrogantes: solidez atrás para cortar el juego colectivo del rival en los metros decisivos. Y, hay que decirlo, especialmente durante el primer tiempo, un flojísimo conjunto de Alemania no pudo vulnerar ni una sola vez el cerrojo defensivo argentino. Heinze y Otamendi jugando por los costados garantizan más oficio a la hora de marcar, pero al mismo tiempo se sacrifica la salida clara por las bandas –esa que históricamente han explotado con brillantez y eficacia los brasileños–, pues se trata de dos jugadores que no tienen ninguna vocación para proyectarse ofensivamente. En otras palabras, al colocar como laterales a los jugadores del Olympique de Marsella y de Vélez Sarsfield, Maradona está: a) privilegiando la disposición táctica por sobre las características naturales de los futbolistas; b) coartando la posibilidad de generar circuitos de juego ofensivo por los costados.
Esta filosofía de juego por la que parece encaminarse Argentina trae aparejada otra inevitable (y, para mí, fatídica) consecuencia: resignar en gran medida la posesión del balón. Cuando toda la concentración se orienta hacia la defensa, ofensivamente tan sólo se depende de un error del rival, de un contraataque veloz y preciso como el que posibilitó el gol de Higuaín, o bien de los arrestos individuales de jugadores desequilibrantes. No sorprende, en consecuencia, que el pretendido mejor jugador del mundo, Lionel Messi, brille por su ausencia en cada partido de la selección nacional. No sorprende porque en esta alineación que parecería sacada de un conjunto italiano, el delantero del Barcelona no encuentra su lugar, se siente incómodo. El periodista Diego Torres, en el diario “El País” de España, afirmó que Messi experimenta una tortura, producto de un equipo que conspira contra él, y que si triunfa Maradona el fútbol argentino vivirá un invierno nuclear. Yo no sería tan extremista ni apocalíptico, y también le adjudicaría un grado de responsabilidad –menor, pero responsabilidad al fin– a un futbolista excepcional que, sin embargo, manifiesta dejos de apatía y desidia (combinados con impotencia) cada vez que viste la camiseta albiceleste. Quizás haya que esperar menos de Messi y comprender, de una vez por todas, que no es capaz de ganar un partido él solo. Y entonces, rodearlo mejor. Para, de ese modo, explotar al máximo el recurso de su gambeta dentro del área contraria, ahí donde más duele. Como lo hace en el Barça.
En la disyuntiva entre el fútbol reglamentado por los planes preconcebidos y el fútbol jugado con el arte de improvisar, Maradona ha tomado una decisión que contraría lo que él representó como futbolista. En este juego, afortunadamente, no hay un único camino, sino senderos que se bifurcan, multiplicándose. A mí me gusta otra forma de jugar al fútbol; por ejemplo, la que hoy, curiosamente, y con tanta eficiencia, ensaya España. Considero que Argentina tranquilamente podría jugar de modo similar, o mejor. Pero es cierto que en este interregno todavía se pueden producir cambios, y que ningún favorito tiene nada asegurado. En última instancia, el tiempo y los resultados brindarán su inapelable sentencia.