Revista Ciencia

La Iglesia de la Ciencio-tecnología

Publicado el 04 septiembre 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

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Cuando, un decir, los emprendedores de la época –pongamos que hablamos de los siglos XVII o XVIII— se iban a repartir jornales por los pueblos de la Gran Bretaña, no tenían en mente contemplar la sonrisa de una criatura zarrapastrosa pero con ojillos de diamante cuyo disfrute de un bollo con mateca gracias al bolsillo –bolsón— de los emprendendores habría merecido la inversión.

No, a los emprendedores de la época lo que les importaba era que hubiera hulla de sobra para complacer los deseos, a buen precio opbiusli,  de tres cuartos de mundo civilizado, que era lo que ocupaba, milla arriba milla abajo, el Imperio de su Graciosa Majestad y aledaños, porque la madera ya no era suficiente para quemar a la humanidad en las piras del progreso.

Cuando, otro decir, a un tipo con apellido de marca de coche –pongamos que hablamos del siglo XX— se le ocurrió poner a un montón de peña en fila para apretar tuercas a unos autos, no fue porque se le apareciera el santo y/o virgen con denominación local para hacerle saber que aquel montón de peña y allegados  debían disfrutar de mejores condiciones laborales y sueldos decentes.

No, al tipo con apellido de marca de coche lo que le hacía titilar las pupilas eran los billetes que le iba a devolver aquel montón de peña y/o allegados –los billetes en cantidades de clase media se comenzaron a dar cuando la peña media ya sólo pensaba en comprar abalorios superfashion como cuando los nativos vendían sus tierras a cambio de bisutería, ofcors— a cambio de tanta aleación convertida en motor del progreso.

Cuando, por más decir, a los cazatalentos del momento –pongamos que hablamos del siglo XXI o así— les dio por hacer multimegagigateramillonarios a una panda de veinteañeros con ideas visionarias a cambio de sus ideas, no estaban soltando pasta gansa  porque hubieran protagonizado un acto de contrición, arrepentidos tras tropecientas burbujas bursátiles y dispuestos a conducir a la humanidad a una nueva Jerusalén, en plan cuento de navidad y eso.

No, a los cazatalentos del momento lo que les molaba era el panorama de un puñado de servidores electrónicos disfrazados con pegatinas chachipositivas –güelcon tudefiuchar –tragando datos en plan cerdo y escupiendo más datos a voluntad de las agencias de marketing y demás criadores de ganado consumista.

Y, bueno, hasta aquí la historia de la técnica aplicada, chispa más o menos. El caso es que esto viene a cuento porque en cierta sección de The New York Times –allí donde habita el olvido, en los vastos jardines sin paparruchadas de medio pelo a que nos acostumbra el mass media local y tal— aparece un artículo criticando la positividad a que acostumbran los abates de la prensa y divulgación científico-tecnológica.

Duda de la capacidad clínica de tales autores a la hora de preveer el futuro, pues aparentemente no suelen tener en cuenta el hecho científico de que no hay ser humano que actúe realmente conforme a razón. Más bien, todo lo contrario, al menos a día de hoy, donde el impulso irracional, el único por el que pueden existir las sociedades del consumo, aquellas habitadas por los últimos hombres nietzscheanos, es alimentado cada mañana, bendecido a la hora del Angelus y bañado, mimado y reconfortado cada noche antes de dormir.

technology-addict

El artículo se centra en algún libro recién publicado por algún visionario de sonrisa profidén y recoje dos ejemplos para ilustrar la tontería: los coches eléctricos sin conductor y las impresoras 3D. Ambos se venden como la panacea de una nueva sociedad del futuro superchachi, o como se diga en términos técnicos, sin ni siquiera plantearse cosas como que, pues no queda positivo, en cuanto al personal le den un coche de esos y la impresora de las narices, es cuestión de tiempo, irracionalidad y suficientes campañas publicitarias –sobre todo suficientes campañas publicitarias— por parte de los emprendedores del momento que el mundo se llene de coches para todo ocio, haciendo necesarias las carreteras incluso donde hoy no hacen falta, pues los coches de marras prometen tanta comodidad que habrá quien no se quiera bajar –las mentes escépticas, que recuerden el desapego al teléfono móvil hace poco más de una década y lo comparen a los hechos consuetudinarios que hoy acontecen en la rúa y tal—; en cuanto a las impresoras, del plastiquito con que se van a llenar los basureros después de jugar a construir cosas chorras mejor ni hablamos.

En fin, que la peña habla de La Ciencia y la Tecnología cuales diosas bienhechoras y salvadoras, que lo son –o no, cualquiera sabe—. El asunto es que esas nuestras señoras pertenecen al platónico mundo de las Ideas Puras, donde descansan las madres superioras cuales Atenea, Isis, Sophia y alguna que otra menos recordada pero de la misma familia, vaya.

En cambio, por estos lares, siempre tiene que haber algún humano por medio jodiendo la marrana y haciendo esculturas a la imagen y semejanza de las susodichas diosas para luego santificarlas y hablar en su nombre y fundar iglesias cada dos por tres, en plan Dios-Diosa dice, Ciencia bendice, Tecnología provee y demás cosas que hagan los que irracionalmente sólo pueden vivir de la fe en algo –el extremismo de la fe moderna es una suerte de sinrazón cientifista—, ajenos, por motivo de alguna fiebre no reconocida por “La Ciencia” seguramente, al hecho de que no existe la pureza en las labores humanas, y que todas las labores humanas que se las dan de superiores son, en realidad, moldeadas, esculpidas y pulidas al gusto del fenómeno artístico de turno que, por su propio gusto e interés, deja unas partes más retocadas que otras al tiempo que arroja lo que no le mola a la escombrera.

Por cierto que, acudiendo al diccionario de la Real Academia, “joder la marrana” es estropear el eje de la noria, y el eje de la noria es precisamente, y según ciertas tradiciones ajenas al cientifismo, el lugar donde residen las diosas y demás seres de pureza, o como se diga. El resto de peña, incluyendo los tecnosacerdotes que se van a cargar el eje de tanto marqueting-manosearlo, se las pasa dando más vueltas que un tonto hasta que el dichoso eje de marras nos sepulte y nos mande, definitivamente, a tomar viento fresco.

Eso sí que será, mira tú, un gran logro tecnológico. Claro que las diosas Ciencia y Tecnología no habrán tenido realmente nada que ver; de hecho, seguramente lo estarán flipando en LED con los humanos de marras. Y suspirando en Dolby Sorround, a la espera de que alguna que otra próxima civilización lo haga un pelín mejor.

Un pelín o muchos pelines. Ciencia dirá.

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