Revista Cultura y Ocio
Hace años que no sigo a Iggy Pop. Quizá la primera palabra que se me viene a la cabeza es hartura. Está uno ya avisado de lo que hace y de lo pirado que está. Hay pirados fantásticos en la Historia del Rock, pero la voladura mental de este señor americano causa ya poco asombro. Esta ahí para abrir franquicias mentales en las nuevas generaciones. Las que el otro día lo vieran en El hormiguero 3.0, en Antena 3, estarán pensando en la cantidad de cosas que ven y que escuchan extraídas directamente del cerebro alterado de esta iguana estrambótica, que jamás quiso ser una estrella del rock y a la que nadie, incluyendo al maestro Bowie, consiguió domesticar. Iggy Pop, incluso la otra noche, en la televisión, iba a lo suyo, flipando por dentro, adquiriendo experiencias que luego incrustar en su cuerpo enfermo, viejo y enfermo, a salvo de las modas. No sabemos si el cerebro está más presentable. El pronóstico, por fuerza, no debe ser alentador. El hombre quería ser un perro es ahora una caricatura de sí mismo, un zombi con momentos puntuales de lucidez y una criatura (todavía) extremadamente encariñada con el negocio, con la parte crematística del show business. Quedan piezas monumentales del punk rock o del rock sucio o como se quiera llamar. No creo que ni él mismo sepa en qué lugar catalogarse. I wanna be your dog (salvaje, capital), Home (que produjo un pequeño impacto en hit parades). Lust for life (que escucho ahora precisamente). La clásica Louie Louie. O (ya por último) la fabulosa The passenger, tan versionada. El resto es sacrificable, excepción hecha de la hipótesis (no sé si finalmente plausible) de que uno quiera buscar de archivo y ver algún concierto o esperar que toque y ponerse a brincar al ritmo de sus excéntricos gruñidos. No estoy yo, a pesar de la edad que me separa de él, de ponerme a seguirle. Seguro que me agota. La edad debería poseer un dispositivo de control interno que abriera o cerrara ciertas actividades. Por bien propio. Por el común. Por la salvación de la industria del ocio.
Creo que no voy a escuchar Ready to die, su vuelta al negocio con sus viejos Stooges. Creo que lo conozco. Hace mucho tiempo que no hay un buen disco de Iggy Pop. Incluso una canción digna. Lo único a lo que se agarra este símbolo del rock (lo es, a pesar de todo) es a su escuchimizado aspecto, al indiscutible legado (como tantos) y a la supervivencia absoluta como exclusivo criterio artístico. Ha envejecido mal el hombre. Y no se cohíbe en mostrarlo. El otro día, en el programa de Pablo Motos, pasó un poco inadvertido. Le hicieron todo tipo de reverencias, le entronizaron como el ídolo que sigue siendo, pero no se involucró en demasía. Ni siquiera cuando Mario Vaquerizo entró en el plató y se le puso de rodillas, lo besó sin mesura y le contó, como Trueba a Wilder, que él era Dios y que tenía postrado a su más ardiente feligrés.
A España le ha traído la promoción de una bebida a la que pone cara de asco. Hay cosas fuertes que todavía no he probado, dice el hombre que lo ha probado todo. Es una buena campaña, al fin y al cabo. Luego se irá. Volverá en diez años. A los 76. Será el mismo zombi reptil de siempre. Tendrá ese humor nihilista, como de pasar por aquí y ver qué pasa, sin enterarse nunca demasiado de nada, sin dejar de estar tampoco. Él estaba allí cuando se despertó el protagonista del cuento de Augusto Monterroso. Seguro.
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Más:
Iggy Pop en 1991, en el Olympia de Paris, tocando el repertorio habitual (el bueno todavía), alguna pieza de Hendrix (Foxy lady) y exhibiendo miembro viril mientras dice que quiere ser un perro. Un animal. Eso es lo que siempre ha sido.
Creo que no voy a escuchar Ready to die, su vuelta al negocio con sus viejos Stooges. Creo que lo conozco. Hace mucho tiempo que no hay un buen disco de Iggy Pop. Incluso una canción digna. Lo único a lo que se agarra este símbolo del rock (lo es, a pesar de todo) es a su escuchimizado aspecto, al indiscutible legado (como tantos) y a la supervivencia absoluta como exclusivo criterio artístico. Ha envejecido mal el hombre. Y no se cohíbe en mostrarlo. El otro día, en el programa de Pablo Motos, pasó un poco inadvertido. Le hicieron todo tipo de reverencias, le entronizaron como el ídolo que sigue siendo, pero no se involucró en demasía. Ni siquiera cuando Mario Vaquerizo entró en el plató y se le puso de rodillas, lo besó sin mesura y le contó, como Trueba a Wilder, que él era Dios y que tenía postrado a su más ardiente feligrés.
A España le ha traído la promoción de una bebida a la que pone cara de asco. Hay cosas fuertes que todavía no he probado, dice el hombre que lo ha probado todo. Es una buena campaña, al fin y al cabo. Luego se irá. Volverá en diez años. A los 76. Será el mismo zombi reptil de siempre. Tendrá ese humor nihilista, como de pasar por aquí y ver qué pasa, sin enterarse nunca demasiado de nada, sin dejar de estar tampoco. Él estaba allí cuando se despertó el protagonista del cuento de Augusto Monterroso. Seguro.
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Más:
Iggy Pop en 1991, en el Olympia de Paris, tocando el repertorio habitual (el bueno todavía), alguna pieza de Hendrix (Foxy lady) y exhibiendo miembro viril mientras dice que quiere ser un perro. Un animal. Eso es lo que siempre ha sido.