Para el oligopolio partidista que sucedió al monopolio dictatorial, no era bastante con que la Constitución y la ley electoral restringieran de hecho el número de partidos a los pocos que se arrogaron de modo ilegítimo la función constituyente del Estado de Partidos, y se hicieron órganos estatales financiados por el erario público.
Ese oligopolio necesitaba además la restricción de derecho, la consagración de un «numerus clausus» que le asegure para siempre el privilegio de verse constituido en Poder aristocrático de la mediocridad, instalado en el Estado, alimentado con alcabalas o gabelas del Estado, y reproducido endogámicamente como clase gobernante por su condición de clan políticamente correcto.
La libertad de asociación política, a juicio de los padres partidistas de la patria, debe estar prohibida a los ciudadanos que no merecen permanecer o entrar en este club de señoritos del Estado. A este fin responde el sistema de bola negra de la Ley de Partidos. Una norma a lo Juan Palomo dictada por los partidos de ley (que es cosa distinta de partidos de «la» ley, pues no proceden de una norma sino que ellos mismos se hacen preceptivos), después de veinticinco años de haber prosperado, sin ella, saliéndose da la sociedad y entrando en el Estado. Bola negra, cuya negritud debe ser ratificada por los guardianes judiciales de esos señoritos a los que Etienne de la Boethie llamó «chulos del Estado».
El pretexto antiterrorista sirve hoy para ilegalizar a Batasuna, con el mismo fundamento que el pretexto monárquico servirá mañana para impedir que entre en liza legal un gran movimiento de opinión y de acción que se proponga cambiar de modo pacífico, pero decidido, la actual oligarquía de partidos estatales, fuente de corrupción, por un sistema democrático de separación real de poderes, libertad de partidos y responsabilidad de diputados y gobernantes.
Si tan necesaria y tan justa era esta ley, ¿cómo explicar que los partidos, dueños del Estado y del Poder Legislativo, no lo supieran durante un cuarto de siglo? Si se trata de una ley exigida por el interés general ¿por qué la hacen los particularmente interesados en aplicársela, como en los sistemas gremiales? Si es una ley reclamada por la necesidad de represión antiterrorista, ¿por qué suprimir el sofá de la connivencia garantizará la lealtad de las conductas? Si es una ley en defensa de la democracia, ¿por qué no exige a los partidos que tomen todas sus decisiones internas, desde la base a la cúspide, con la regla de mayorías y minorías? Si los partidos son órganos del Estado, como la Judicatura, la Policía o el Ejército, ¿por qué se tolera nada más que a estas organizaciones voluntarias de poder, que se autodicten su propio estatuto?
Una Ley de Partidos, únicos sujetos agentes de la voluntad del Estado en este Régimen, equivale a una verdadera Constitución del poder estatal. Es un fraude a la libertad política de los españoles que esta Ley haya sido promulgada por las Cortes, sin la previa apertura de un período de libertad constituyente y sin un referéndum popular que la apruebe o la rechace. Si había dudas sobre la legalidad de esta Ley, no las hay sobre su ilegitimidad antidemocrática.
Como dijo R. Koplin en 1966, la incorporación de los partidos a la estructura estatal «ha permitido continuar la tradición autoritaria del Estado con nuevos medios». Y los mejores sociólogos en la materia (Werner Weber, Wilhelm Henke, Kurt Lenk, Franz Neumann, etcétera) nos advirtieron de que leyes como la aquí comentada son «el ardid de pseudo-legitimación juridico-constitucional para suprimir de hecho el cometido democrático de los partidos». La ignorancia cínica continúa legislando a la ignorancia ciega.
A.G.T.
Baal: este artículo, escrito por Antonio García-Trevijano en los años 90, está tan vigente como entonces, o más, viendo las modificaciones a la Ley Electoral.