En un tiempo en el que el artista estaba al servicio de Dios y su fama y reconocimiento no tenían sentido alguno, el arte que entonces se produjo ha quedado a menudo falto de firma. Esculturas, frescos o libros iluminados son algunos de esos ejemplos. Creados por hombres o por mujeres, su nombre, en la mayoría de los casos, no ha permanecido.A lo largo de la Edad Media fueron muchas las mujeres que tras los muros de los conventos dedicaron su vida al estudio y a la iluminación de libros. Como muchos monjes, su nombre se perdió. Aunque alguno de ellos ha sobrevivido. Ese es el curioso caso de una mujer que inmortalizó su nombre y su retrato en un salterio de finales del siglo XII o principios del XIII.
Claricia o Clarica fue una joven, posiblemente una estudiante que no era monja, o aun no lo era, que dedicó parte de su vida en un monasterio alemán a ilustrar libros. En uno de ellos, conservado en el Museo de Arte Walters de Baltimore, en Estados Unidos, aparece retratada columpiándose cogida a una gran letra Q y con su nombre escrito sobre sus hombros. Con la melena suelta y una actitud desenfadada, Claricia gravó así su nombre para la historia.
