Hubo un tiempo, a principios de los ochenta, en que yo también quise ser niño de San Ildefonso y llenar de esperanza los hogares españoles cantando lo que me saliera de las bolas. Mi madre, rezando por no frustrar la que podría ser la ilusión de mi vida, me explicó que, en aquellos años, tendría que haber nacido en Madrid, varón y huérfano. Tuve que entender que nunca me tocaría ser niño de San Ildefonso porque, al nacer, no había dado ni una. Al otro lado del bombo televisado, la sensación de no haber acertado ni un número era también la misma año tras año. La explicación en casa era que había gente que lo necesitaba más y que, a nosotros, no nos faltaba de nada. Por tanto, tampoco nos tocaría nunca la lotería. Crecí con la sensación de que, para participar de estos premios en alguna medida, como repartidor o como beneficiario, había que carecer de padres o de algo. Forzando mucho las ganas de seguir justificando la compra de algún décimo cada mes de diciembre, sólo quedaba ya el frágil argumento de la ilusión. La ilusión viene a ser ese estado de gracia y cosquilleo descontrolado que se experimenta momentos antes de precipitarse del "A ver si hay suerte" al "Que no nos falte salud". Hay gente que dice que, de eso, también se puede vivir. A mí, visto a través del optimismo que me caracteriza desde que tengo uso de razón, lo que me parece es una forma bastante masoquista de ir a darse de bruces contra el muro de la realidad.
Pero, al ser humano, le gusta alimentar las ilusiones propias y ajenas. Desde niños, atiborran nuestra ya de por sí suficientemente nutrida imaginación con fantasías ideales como la del ratoncito Pérez, los Reyes Magos o Papa Noel (que, con lo nacional, teníamos poco) para hacernos despertar un día de todos estos sueños con una buena guantada de autenticidad. Dicen que una colisión a 120 km/h equivale a subir a la torre de Pisa y dejarse caer contra el suelo sin miramientos, como podrían decir que equivale al sopapo recibido en el momento en que que tus padres decidieron desvelarte la magia de la Navidad. Yo creo que algunos de los que hemos sido niños hubiéramos preferido evitárnoslo.
Después de esto, necesitamos seguir construyendo una vida de ilusiones que nos ayuden a levantarnos de la caída elevándonos nuevamente hacia un cielo de imposibles desde el que volver a caer para alzarnos una vez más. Existimos en la ilusión de que la vida nos sea favorable, de que el amor no descanse, de que la amistad no se pierda, de que la salud no nos falte, de que nuestro equipo gane la liga, de que nos concedan las Olimpiadas, de que la fiesta no pare. Pero la vida no siempre viene de cara y el amor se acaba y la amistad se olvida y la salud nos falla y nuestro equipo no es nuestro y las Olimpiadas, de otros y las luces siempre, siempre se apagan.
A veces, una se pregunta por el sentido de elegir esta existencia cuya radiografía es la de un electrocardiograma. Por qué no nos sirve trazar una vida en línea recta sin perseguir cumbres que no se sostienen. Por qué nunca basta con lo que viene de frente. Perseguimos quimeras avaladas tan sólo por un desmedido golpe de suerte. Rezamos para aprobar un examen sin haber estudiado, soñamos con que nos toque la lotería sin haber jugado, fantaseamos con recibir la llamada que no nos atrevemos a hacer, caminamos idealizando una senda de fortuna gratuita, votamos al PP esperando que el país se arregle, aguardamos a que la corrupción se evapore por caprichos de la física, imaginamos que de fuera vendrán y de la crisis nos sacarán, anhelamos una nación de primer orden construida por arte de magia, subsistimos a base de juegos, de concursos, de competiciones, de luchas... Precisamos una vida perlada de ilusiones que, a menudo, derivan en pozos de decepción. ¿Por qué?
Tratando de construir una razón acorde con estas fechas, podría decir que ha sido es y será porque, a pesar de los golpes, existe siempre un momento de éxtasis, a un segundo de ganar o perder, con un galón de aire atrapado en los pulmones, sintiendo la sangre a todo gas por nuestras venas, la adrenalina a borbotones río arriba, con la mirada fija en nuestro objetivo, los pies a un metro del suelo, el alma rompiendo la cáscara; en que el corazón late como tememos que no lo vuelva a hacer y, entonces, sabemos que, por ese instante, merece todo la pena.
Que no nos falte de nada.
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