Pero a mí, nacida en la época noventera de disquetes, casetes y VHS, ya no me pilló el papel. Cuentan mis padres y mis abuelos que hace no tantos años, la gente se comunicaba por cartas. Sí. Escribir con papel, bolígrafo o pluma. Dedicar un momento más largo que la instantaneidad del WhatsApp para contar algo a alguien que podía estar al otro lado del océano. Amantes que declaraban su amor en tinta, familias que sabían de sus seres queridos solamente cuando el cartero llamaba a la puerta, noticias que solo eran nuevas cuando se recibían, a veces después de mucho tiempo.
Sentarse a escribir sacaba la inspiración de hasta el menos talentoso de los poetas, y todo hijo de vecino exponía sus faltas (ortográficas), miedos, alegrías y vivencias a la perdurabilidad del papel, con la intención de que el otro te leyese (por dentro).
Imagino que apreciar de cerca la letra de otra persona daba una sensación de mayor intimidad. Era más personal, podías intuir más de alguien gracias a una innata intuición grafológica. La caligrafía tumbada que transmitía melancolía, la redondita que daba impresión de orden, el garabato de médico frustrado que causaba confusión... Todo ello se ha perdido entre la impersonalidad de la Arial tamaño 11 o la frialdad de la Times New Roman.
Y qué decir de los sellos, esas obras de arte a escala en miniatura. O de los sobres, que paraban la respiración hasta que se rasgaba la solapa, liberando por fin aquellas palabras escritas que pugnaban por salir de su cárcel de celulosa. O de la alegría que suponía para el destinatario encontrar en el buzón una carta a su nombre con quién sabe qué nuevas de ese querido remitente.
Es verdad que la tecnología nos ha dado mucho. Si me quito estas legañas de romanticismo con las que me he levantado hoy, me doy cuenta de que, a efectos prácticos, recibir mensajes a través de una pantalla nos ha facilitado mucho la vida. Nos ha ahorrado tiempo, tal vez dinero, nos ha evitado la impaciencia y el engorro de esperar, nos ha brindado una sensación de mayor cercanía gracias a las videollamadas, las fotos, los WhatsApp, los Facebooks. No obstante, creo que, con todo ello, también se nos ha quitado un tipo de ilusión que solo el papel podía dar. Porque me da a mí que la emoción que sentían aquellos a cuya casa llegaba una carta, poco se parece a la cada vez más adormilada expectación del que recibe cientos de mensajes cotidianos, rápidos y pasajeros. Y eso que no he escrito ni recibido (casi) ninguna.