Revista Arte

La imagen emotiva de un suburbio victoriano y la transversalidad de toda obra de Arte.

Por Artepoesia
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En el siglo XVIII, el arquitecto escocés Robert Adams (1728-1792) rediseñaría una de las zonas degradadas por entonces del oeste de Londres, muy cercana a la orilla del Támesis. En ella existía ya el antiguo Palacio de Durham House, una residencia episcopal en época medieval que, posteriormente, acabaría en 1585 en manos del próspero corsario británico -tan molesto para las flotas españolas de Indias- Walter Raleigh. Desde una de las torres de su palacio se divisarían ya en días despejados Westminster, el Palacio Whitehall y las colinas de Surrey. Luego de la muerte de su valedora, la reina Isabel I de Inglaterra, el obispo de Durham reclamaría ahora el Palacio al nuevo monarca -menos protestante-, y Jacobo I autorizaría así el cambio de propiedad. Aunque el obispo, finalmente, nunca lo ocuparía -el siglo XVII británico fue muy convulso- y el palacio de Durham House acabaría ya en ruinas y totalmente abandonado. Parte del gran Palacio se demolería, y en su lugar se construiría una zona de industrias y mercados textiles, otra parte del mismo sería utilizada como sede por una secta de la nueva iglesia de Inglaterra, Los Arminianistas, y la más suntuosa parte la ocuparían aristócratas ingleses, como el quinto conde de Pembroke, cuyos deseos de construir su propia mansión acabarían tan solo ya en la remodelación de algunas de las calles más próximas al Támesis.
Años después, entre 1768 y 1772, todo terminaría derribado para erigir en su lugar una gran edificación, ahora en un estilo neoclásico que Adams daría ya al nuevo complejo urbanístico de Adelphi, un conjunto de edificios adosados con una muy peculiar galería de arcos que enfrentaba sus perfiles a la misma orilla del río Támesis. Y es precisamente uno de esos mismos arcos el que pintará, desde su interior, el creador victoriano Augustus Leopold Egg (1816-1883) para su lienzo Pasado y Presente III. La imagen representada aquí es ahora tipicamente dickensiana, es el Londres decimonónico más desolador, infame y depravado de aquellos difíciles, injustos y duros tiempos. En el interior de una de esas bóvedas de arcos, diseñada ya por Adams para su complejo Adelphi un siglo antes, situará aquí el creador a una mujer abatida por las circunstancias trágicas en un momento desgarrador. Sentada a los pies de alguna barca desusada, entre las piedras y los desechos de una ajena ciudad, mirará ahora con nostalgia hacia la luna nueva, una luna que, entre las nubes, brillará también ahora para todos, para todos los desamparados y para todos los demás.
Entre sus brazos, cubierto parte de él con sus ropajes, llevará a un pequeño tan perdido como ella. Es su propio hijo ilegítimo, cuyas piernas delicadas y desnudas tan solo veremos reflejar. El pequeño, dormido ahora, no mirará ni sentirá nada aquí, nada de lo que su madre, nostálgica, pueda sola recordar. El pintor nos muestra aquí una escena característica de orfandad paterna o de maternidad soltera, ambas que, presumimos, puedan llevarnos a pensar así en algún tipo de persona marginada por su condición social. Una mujer de la calle, una prostituta o una hija abandonada a causa de una pasión defraudada, o una viuda que, sin demanda oficial, no pueda ya reivindicar nada de su fallecido esposo. Pero ella seguirá mirando la luna, la misma que está ahí para todos, la misma que ella mirará desde ese recóndito y abatido lugar. En una de las paredes, al fondo, el pintor situará unos carteles públicos callejeros, unos anuncios ahora iluminados que nos recordarán la vida de los otros. En uno de ellos se anuncian dos de las galas representadas en el teatro Haymarket -Victims y The cure of love-, uno de los centros culturales por entonces de la zona de Adelphi. Y en otro de los carteles la publicidad de un viaje de placer, una excursión a París. Un contraste sutil que, junto a la visión nocturna de la luna y sus reflejos luminosos en el río, enmarcará así la emoción más efectiva del conjunto representado por Egg.
Pero toda obra tiene su propia historia, su posible narración de cosas que habrán pasado antes, o después, de lo pintado. Es la transversalidad de cualquier obra. Muchas pueden ya tenerlo, casi todas, ¿por qué no? Cualquier emoción retratada en un lienzo poseerá su antes y su después, lo que sucede es que los creadores, generalmente, solo pintarán la que más sientan, la única que ellos piensen que pueda reflejar, aún más, su inspiración más decisiva. Así surgieron los trípticos, por ejemplo. Con ellos pretenderán los autores completar alguna esencia no del todo contenida en la representación inspirada inicialmente. O, sencillamente, ofrecer ya la narración que lleve así al espectador a comprender más claramente ahora otras cosas, otros elementos que, de otro modo, hubiesen obligado al artista a exponerlos, solos y juntos, en un lienzo. La realidad es que Egg quiso criticar la sociedad victoriana con tres imágenes para poder así llegar, incluso, mucho más profundamente a las conciencias de la gente.
Porque ella no es ninguna mujer de la calle, ni ninguna hija desamparada o viuda desolada, es una esposa que fue ya repudiada por su marido. La narración comenzará con el lienzo I, de la serie Pasado y Presente. En esta obra veremos un salón de clase media londinense con una familia retratada en una escena muy sorprendente. Están las hijas pequeñas jugando alegres incluso en un extremo, pero, en el otro, una mujer ahora derruida juntará aquí sus manos contra el suelo. Totalmente ya abatida al saber la decisión de su esposo al conocer la noticia. Ella ha cometido adulterio, y él lo certificará con una carta que arruga ahora entre sus dedos. La escena es muy dolorosa, sin embargo, y participará del contraste entre un hogar sosegado y la cruel decisión sobrevenida. En la obra, típica del momento y la influencia prerrafaelita de otros creadores ingleses, se mostrarán aquí además algunos elementos alegóricos para describirla. Una puerta abierta reflejada en el espejo del fondo, por donde deberá salir ella; una manzana partida por la mitad en el suelo, un pequeño cuadro en la pared con la escena del destierro del Paraíso bíblico. Los colores aquí, en esta imagen, serán ahora muy fuertes, sin embargo, como una rémora iconográfica del momento trascendente.
Pero, deberá haber ahora otro cuadro para ser aún mucho más moralizante el sentido de la obra. El creador quiere hacer ver a todos el sinsentido más inhumano de la sociedad de su época. Tal vez, por esto ya el pintor comprendiera que así, sólo ahora con tres imágenes, pudiera llegar a la profunda conciencia de la sociedad, si no social sí sentimentalmente además con esta obra. La secuencia narrativa tendrá ya todo su sentido con el lienzo intermedio; es decir, el primero será el salón con la noticia, el último, la mujer ante la luna, pero hay otro, otro que, situado ahora entre ambos, completará trágicamente aquella primera decisión. Dos jóvenes ahora en una habitación mirarán también a la luna esa noche, porque es la misma luna y la misma noche. Han pasado varios años y aquellas niñas de antes están ahora solas, sin nadie. El padre ha fallecido hace pocas semanas, y se encuentran ellas abatidas, desoladas ya sin nadie. Y el creador utilizará aquí la luna, además, como un nexo, como un elemento que sutilmente tratará de enlazar la mirada con el gesto, el semblante con el sesgo, o la desesperación más humana con la decisión más absurda. También, la oscuridad del destino más sombrío con la sentida nostalgia, la metáfora más alumbradora con la penumbra menos romántica, y la visión de un cielo trascendente con la realidad cruel más dramática.
(Triptico del pintor inglés Augustus Leopold Egg: Óleo Pasado y Presente, El número III; Grabado del siglo XVIII del complejo Adams, Adelphi, Londres; Óleo Pasado y Presente, El número I; Óleo Pasado y Presente, El número II, todas las obras de Egg en el Museo Tate Galery de Londres.)

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