Aún no recuerdo cómo me había logrado convencer. ¿Tal vez chantajeándome con sexo? Quizá me hubiera drogado y de ahí el motivo por el que no recordaba nada. Un día mi novia en mitad de la comida, no en una comida pornográfica, me refiero a ese tipo de necesidades básicas. Creo que me estoy explicando aún peor, a esas comidas en las que acabas fregando, mi novia me dijo con la boca llena (en serio, espero haberme explicado bien):
—Quiero a ir a una adivina.
Comencé a toser, el agua se me había ido por el otro lado. Ella seguía mirándome atentamente mientras no se preocupaba por si me moría. El agua me sienta realmente mal, pero mi novia tiene una obsesión con el tiempo, que si es demasiado pronto para beber, que si es lunes… Cuando logré dejar de toser y volver a respirar tranquilamente, le respondí:
—¿A una adivina? O sea, ya das por sentado que los hombres no podemos adivinar nada, ¿verdad? ¿Para qué quieres ir a una adivina? Lee el horóscopo como hace la gente normal.
Cogí el periódico y lo abrí.
—Mira, Escorpio: Se presenta ante ti una gran oportunidad de cambio, no la desperdicies. No derroches dinero. Tu pareja no te entenderá como quisieras. Genial con Géminis, pero evita a los Tauro. Mejor día de la semana: miércoles. Peor día de la semana: domingo.
—Esta noche duermes en el sofá, gilipollas. Una adivina lo hubiera predicho; tú, que eres hombre, no.
No sabía hasta qué punto estaba enfadada, ya que por todo me mandaba a dormir al sofá. No sé en qué momento se creyó propietaria de la cama, pero estaba claro que si había perdido la cama, podría perder la casa, el coche y la videoconsola. Al final tuve que aceptar ir a la adivina por mis dolores de cuello. Ya estaba perdiendo el ego. Para un hombre, ego y virilidad es lo mismo. Es decir, esa maldita perra, como mujer que era, tenía la capacidad de hacer dos cosas a la vez: humillarme y caparme.
Así que ahí estábamos, llamando al último piso de un edificio de siete plantas, con el ascensor estropeado y con el coche en zona azul. Mi novia estaba entusiasmada y yo quería esperarla en un bar, pero volvió a mutar en esa estación meteorológica que me decía el día, la hora e, incluso, la humedad que había en el ambiente, porque algo me dijo sobre que a lo mejor llovían hostias. Nos abrieron sin preguntar quiénes éramos. Por un momento llegué a creer en algún tramo de los 119 escalones que podía haber adivinado quiénes éramos. Mi novia subía las escaleras grácilmente, con soltura, sin esfuerzo, ni siquiera se la oía jadear. Era una gacela saltimbanqui subiendo un escalón tras otro. Yo había dejado el hígado en el primer piso, las piernas en el tercero y en el cuarto esperaba que hubiera un puesto de avituallamiento con botellines y gente que te diera palmadas en el culo. Al llegar al séptimo, miré hacia abajo. Pensé en tirarme a la vuelta en vez de volver a pasar por esos malditos escalones de madera crujiente.
Mi novia llamó a una vieja puerta de color negro, se oyeron unos pasos detrás y luego se abrió dejando ver el rostro de una anciana, con los surcos que labra el tiempo, ojos color gris mar en tempestad en una noche de tormenta tragándose barcos, creo que en la mirada de esa puta bruja pude ver cientos de marineros gritando socorro, le faltaban dientes a su siniestra sonrisa y tenía su largo pelo cano recogido en un imposible moño. Vestía de negro y era asombrosamente alta y delgada.
—Pasad, hijos míos.
—Sí, eso le dijo la bruja a Hansel y Gretel –le susurré a mi chica.
Ella me dio un codazo en mi no hígado, ya que lo había dejado en el primer piso, pero esa vieja cabrona se dio la vuelta varios metros delante:
—No tengo horno.
Tal vez tuviera un oído desarrollado o el pasillo hacía eco. La casa era más tétrica que cualquiera de mis relatos. Las paredes en un tiempo debieron ser blancas, pero su color se había desgastado para pasar a un color sepia, color papel quemado tal vez, y no ayudaban los retratos colgados por el pasillo, parecían vampiros, observando cada uno de nuestros pasos. La vieja se volvió de nuevo:
—Son antepasados míos.
Mi novia asentía con una sonrisa mientras los ojeaba en cada paso y la bruja clavaba esa furia del mar que tenía por ojos en mí. “No me ha leído la mente, ha sido casualidad”.
—No existen las casualidades, las casualidades no se adivinan. Venid por aquí.
Dobló el pasillo. Para ser un piso, era una enorme casa, ya que me di cuenta de que toda la última planta pertenecía a la vieja. Se adentró tras una puerta con cortinas de bisutería.
—Cariño, ¿cómo has dado con esta hij… amable señora?
—Me dio la dirección una amiga.
—Eso no es una amiga.
—Calla y pasa. Y nada de hacer el payaso como haces siempre.
Entramos en una sala oscura, iluminada tenuemente con velas en cuencas de calaveras. No sé por qué imaginaba una pequeña mesa redonda con un mantel rojo y una bola de cristal mientras la vieja se ponía un pañuelo en la cabeza, pero es verdad, con ese moño sería imposible ponerse uno. En realidad, había dispuesta una mesa bastante grande, ovalada y con hasta ocho sillas. La vieja retiró una Ouija que había en ella y se sentó en la cabecera, nos hizo una señal con la mano para invitarnos a tomar asiento.
—La sesión son 300€.
Esta puta mujer no dejaba de darme sustos.
—En caso de que tenga que proceder a la adivinación mediante espiritismo serán 800€.
Mi novia ya le estaba dando 300€. A este ritmo no me iba a comprar la Play 4.
—Nos quedamos con la sesión sin espiritismo –dije.
Mi novia me miró, me asesinó y me volvió a revivir para volver a matarme con esa mirada.
—Eso no lo elijo yo. Si no puedo adivinarlo por mí misma, tendré que recurrir a los espíritus.
“Pero el precio sí, maldita zorra”, pensé. Tengo que dejar de pensar ante gente que lee mi mente. Lo sé, esta bruja lee la mente. Me lanzó una mirada como la de mi novia y me dijo:
—Al siguiente pensamiento ofensivo, te lanzo un mal del ojo.
Tragué saliva, se me fue por el otro lado, comencé a toser. A ninguna le importó. La vieja se dirigió entonces a mi novia:
—¿Qué no quieres saber del futuro?
—Sólo quiero saber cuándo y cómo moriremos.
El hecho de que mi novia menospreciara la muerte como una nihilista suicida me excitó bastante, lo admito. Me sentía orgulloso de ella, no sé por qué. Sí, me daba asco la gente que se aferraba a la vida. También las viejas que cobran 300€ por sesión. ¿Acaso se le podía poner un precio a la verdad, al conocimiento del fin último de cada apestosa vida que vagabundea por este mundo?
Tampoco hubo una baraja de cartas, ni líneas en las manos, ni tabas, posos de café o algún método que conociera. La bruja tenía unos dados con letras, no sabría decir cuántos, pero eran demasiados como para que me cupieran dentro de mis dos pequeñas manos; las de la bruja eran enormes, sus venas azuladas eran rayos buceando bajo su piel y sus dedos largos, delgados, coronados por unas largas uñas pintadas de negro.
—Cariño, ¿por qué quieres saber eso? –Le pregunté.
Entonces una lágrima resbaló por su mirada y se derrumbó sobre la mesa. No me esperaba esa reacción. En realidad, no esperaba nada de esta situación, no como la bruja. Después levantó su rostro, se apartó el pelo que hacía de velo, vi las lunas verdes de sus ojos en un cielo rojo lloviendo, las mejillas ardiendo y respiró un par de veces antes de responder:
—A veces, imagino que te mato, que te apuñalo, que soy feliz haciéndolo. Cada día que pasa tengo más ganas de asesinarte, siento satisfacción… Luego lloro, porque también te quiero.
Sabía que no era el novio perfecto, pero lo que no sabía es que mi novia fuera una viuda negra con fantasías psicópatas. Me hubiera excitado ese peligro, ese amor fúnebre de cariño y guerra, pero la quería demasiado y me sentía decepcionado. No era el hecho de morir, de ser asesinado…, sino recibir la puñalada de las mismas manos que me acariciaban por las noches el pelo hasta que me dormía. Entonces supe que, tal vez, mientras yo me dormía más enamorado de lo que había estado la noche anterior, ella tramaba cómo quitarme la vida.
La vieja tiró los dados antes de que yo pudiera llegar a decir algo, ordenó las letras a una velocidad espantosa, sin saber si era algún truco de prestidigitación, pero en dos segundos salía una oración: “Moriéis hoy”. Explicó la vieja que a veces no había suficientes letras. Me importaba una mierda la gramática.
Mi novia dijo “¿Moriréis? ¿Los dos?”. La vieja volvió a tirar los dados, rodaban sonando como si una columna chasqueara todas sus vertebras en un segundo, una tras otra. “Él tambin te matra”.
—Él también te matará –tradujo la bruja.
—Joder, somos de la generación de los SMS acortados, no hace falta que traduzca. ¡No voy a matar a mi novia!
Volvió a tirar los dados, se me helaba la sangre, el corazón me iba a salir por la boca en forma de vómito. “Te defndrás”.
Mi novia lloraba, la bruja reía y yo sí que me veía matando a esa puta vieja. Quiso huir al leerme la mente, pero le di malamente con una silla en la espalda mientras mi novia gritaba e intentaba evitarlo. La bruja se dio la vuelta, me clavó un cuchillo cuando estaba dispuesto a abrirle la cabeza a sillazos, pero a la inercia no hay nada que la detenga y mi silla hundió su cráneo. Noté la sangre saliendo a borbotones por mi vientre, me giré para ver por última vez a mi novia, la que ya no me mataría, de la que ya nunca tendría que defenderme.
La bruja yacía de pie, con sus mares enfurecidos mirándome, una sonrisa malévola, señalando el cuerpo que estaba a mi lado: mi novia… Y ya sólo hubo oscuridad y sonido de dados tras cada palabra que pienso.
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