Revista Arte
En la mitología grecolatina existe un personaje llamado Titón que fue hermano del famoso rey de Troya Príamo e hijo de la bella y hermosa Estrimo. Su extraordinaria belleza hizo que se fijara en él una diosa, Eos, la estrella Aurora del Sol. Los dioses y los humanos podían convivir a veces, era esta una forma en la que aquéllos se distraían así de la penosa realidad eterna de su aburrimiento. Porque así fue como Eos se encapricharía una vez del bello Titón. Pero para poder estar juntos en la eternidad la diosa Eos le pidió a Zeus la inmortalidad para Titón. Este era ahora el matrimonio posible entre los dioses y los hombres: la inmortalidad. Pero, como en la vida real, se olvidaría de la felicidad... En este caso de glorias eternas, Eos se olvidaría de pedirle a Zeus la juventud perenne para su amado. Imaginemos la situación: mientras Eos se mantenía permanente en su aspecto divino de belleza relumbrante, Titón, aunque inmortal, continuaría avanzando en su decrepitud inevitable. Cuando el pintor barroco napolitano Francesco Solimena (1657-1747) quiso crear su lienzo mitológico sobre esa leyenda, compuso una alegoría de la separación que llevaba a simbolizar el riguroso divorcio entre la vida y el tiempo. Ahora la vida era la diosa y su eterna belleza, y el tiempo era la decrepitud que el paso de los años hacían en la materia y también en la belleza. Entonces, ¿es que había o hay dos clases de belleza? Sí, la belleza como idea y la belleza real. Cuando miramos la belleza en un cuadro es siempre la primera. Cuando vemos a veces brillar en el mundo la materia con belleza es siempre la real. En el cuadro de Solimena, Titón debe incluso situar ahora su mano entre el brillo refulgente de Eos y sus ojos envejecidos. Ya no podrá él mirar nunca más a su amada. La diosa acabaría convirtiéndolo luego en un insecto para siempre.
La inmortalidad ha sido deseada por muchos humanos a lo largo de la historia. Los filósofos han hablado y escrito de ella y han glosado una forma de sutil emanación de aquella facultad divina. ¿Es la inmortalidad un premio inestimable? Para Titón no lo fue. Y es de entender que fue feliz mientras duró su mortalidad y no lo fue mientras perduró en su inmortalidad añadida. Lo hizo por amor, como se hacen casi todas las cosas estúpidas en la vida... ¿Compensaría la parte de inmortalidad que obtuvo frente a la mortal propia de los hombres? Es de suponer que no, ya que el sufrimiento de la decrepitud prolongada no es para nada un recuerdo agradable de la añorada juventud perdida. No es la inmortalidad, es la juventud la cualidad virtual más valorada en la tesitura prolongada de la vida. Pero incluso ésta es condicionada a la facultad divina de algún poder complementario. ¿Cómo si no es posible vivir sin dejar de ser lo que se es a pesar de disponer de eterna belleza? La vida no es duración es intención, no es permanencia es vivencia, no es satisfacción inútil sino compensación agradable después de una derrota... Porque la derrota es en la vida igual que ésta: efímera. Y esa cualidad transitoria hace a la vida deseable mucho más que cualquier eternidad. Otra cosa es querer repetir más tarde. Pero eso es otra cosa. Repetir es más de lo mismo, aunque tenga alguna ligera diferencia. La capacidad de vivir mortalmente es una bendición más que una maldición. La forma en que los seres acepten su derrota (en las dos acepciones) es la forma inteligente de encarar la luz fulgurante que deslumbre los ojos de la mortalidad. Titón acabaría dejando de existir como Titón, aunque su materia se hubiese transformado en insecto.
No hay nada mejor que el Arte para visualizar las grandes cuestiones de la vida humana. Los pintores del Barroco como Solimena sabían que estas alegorías mitológicas comprendían gran parte de los temores de los hombres. De sus miserias, de sus decepciones, de sus limitaciones, de sus fracasos. Incluso para haber llegado a ser amante de los dioses y deudos de su inmortalidad. ¿Para qué, después de todo, haber llegado a disponerlo? Aunque también se podría hacer otra pregunta, ¿no es al final la vulgar vida humana la misma que podamos disfrutar todos ante el posible azar de la existencia? La corona de flores le está siendo colocada ahora a la diosa por un ángel mítico, no a él. Es a ella, solo a ella la gloria eterna. Con ese gesto simbólico el pintor hace ver la inútil pretensión de querer ser dioses e inmortales en el mundo. Es inútil y vana toda vanagloria ya que la decrepitud es asaltada a todos los seres humanos con independencia de la suerte ocasional que, una vez, tuviesen de ser admirados por los dioses. Pero aún es más deplorable tal anhelo endiosado, ya que la dilatada existencia artificial de los alardes materiales añadidos a la vida por una inmortalidad aparente, no es comparable con la sutil fragancia pasajera de una vida mortal, pasional, evanescente y auténtica. ¿Qué recuerdo le quedaría a Titón de una amante inconmovible? ¿Cómo se puede acompañar hacia el tiempo a un ser que habita donde el tiempo no existe? La vida pasajera que realza su majestad precisamente por su cualidad efímera, hace a la vida ser un valor eterno de belleza. Pero ahora, al final, de aquella otra belleza, la belleza idealizada, la no real, la que solo se matiza poderosa entre las formas inmateriales de un Arte tan perenne.
(Óleo Aurora despidiéndose de Tithonus, 1704, del pintor tardo barroco Francesco Solimena, Museo Paul Getty, California.)
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