Revista Arte

La insoportable levedad del killfie (el selfie que mata)

Por Nicola Mariani @nicola_mariani
mayo 9, 2017Posted in: Por Nicola Mariani, Reflexiones

Vivimos en una época paradójica de institucionalización de la caducidad.  Veneramos el ídolo impalpable de la prisa. Profesamos el culto de lo efímero. Generamos, como si no hubiera un mañana, extraordinarias burbujas de significados y ruidos elásticos que evaporan al cabo de un rato breve. Compartimos compulsivamente la unicidad serial de nuestros pequeños gestos cotidianos visualizados: jugar con los palitos de sushi; mirarnos las puntas de los pies; esperar un avión; acariciar la portada de un libro que acabamos de comprar y que tal vez nunca llegaremos a leer… En cada momento del día y de la noche celebramos la ideología de un incesante panta rei digital, a través de memento mori fantasmáticos que acaban autodestruyéndose en 24 horas y que renuevan, en las pantallas táctiles de nuestros teléfonos inteligentes, el monito bíblico Vanitas vanitatum et omnia vanitas.

Nicola Mariani, La insoportable levedad del killfie (el selfie que mata), 2017.

Nicola Mariani, La insoportable levedad del killfie (el selfie que mata), 2017.

Ya no miramos más allá del plazo efímero del día de vida de nuestros snaps. Vivimos sumergidos en una cultura hegemónica de la urgencia en streaming, como si el mundo post-internet se acabara ahora mismo, en este preciso momento en el que estás leyendo estas líneas. O como si se hubiese acabado ya. Como si estuviéramos viviendo en ese sin-lugar que Vilém Flusser llama «utopía emergente», que es la ausencia de un sitio donde el hombre se podría parar y que «invade la esencia de nuestro ambiente y de todos nuestros poros» (El universo de las imágenes técnicas, 2015).

La definición convencional del tiempo medido sigue siendo la misma (un minuto sigue siendo una unidad estándar, compuesta por la suma de un numero finito de segundos consecutivos). Y sin embargo nuestra percepción del tiempo existencial ha pasado de la continuidad armónica de una memoria viva a la fragmentación de un «tiempo digital suspendido» (como lo define el artista madrileño Javeir Chozas): un hic et nunc absoluto.

Los tópicos literarios universales carpe diem quam minimum credula postero, de Horacio, y chi vuol esser lieto, sia: di doman non c’è certezza, de Lorenzo de’ Medici, ya no son exhortaciones poéticas a vivir plenamente la vida, saboreando la belleza romántica del presente que huye. Carpe diem se ha convertido en una férrea obligación fideísta: un imperativo cognitivo-conductual ineludible, que toda estrategia de coaching predica para que podamos conseguir cumplir metas. O disfrutas (de prisa) o no eres (competitivo). O disfrutas el presente o mueres. Ya no queda espacio social para un otium individual gratuito. Solo queda la posibilidad de un tiempo libre obligatoriamente masivo, exhibido a través de una interconexión perpetua (por cierto, de pago).

Ya no somos esclavos de la Moda, esa hermana de la Muerte que, como profetizaba Giacomo Leopardi en su análisis proto-sociológico, nació de la Caducidad, anulando y trastornando continuamente todas las demás costumbres (“Dialogo de la moda y de la muerte”, en Le Operette morali, 1835). Escribía, a este propósito, el poeta italiano (es la Moda la que habla): «persuado y obligo a todos los hombres amables a soportar cada día mil fatigas y disgustos, y frecuentemente dolores y vejaciones, llegando incluso a morir gloriosamente algunos por el amor que me tienen. Nada voy a decir de los dolores de cabeza, de los enfriamientos, de las fluxiones de todo tipo, de las fiebres cotidianas, tercianas, cuartanas, que los hombres se ganan por obedecerme, consintiendo en temblar de frío o ahogarse de calor según yo desee, abrigarse las espaldas con paños de lana y el pecho con los de tela, y hacer cada cosa a mi gusto, aunque sea en su propio daño». Como cuando, cada vez más frecuentemente, nos asomamos al borde de un barranco o subimos a la cima de la torre más alta de la ciudad en el intento de hacernos el killfie (el selfie que mata) más atrevido del mundo de Instagram Stories.

Hoy en día – decíamos – ya no somos esclavos de la moda. Vivimos un paso más allá, puesto que la mcdonaldización de la sociedad (George Ritzer, The McDonaldization of Society, 1993) nos impone que la propia moda sea algo de por sí démodé. Vivimos – esto es – en un presente remoto y abstracto, en el que la moda se ha convertido en un bucle reiterativo, que hace estar superada cualquier tendencia antes de que ella misma se haga globalmente conocida y empiece a contaminarse y a reciclarse como una pescadilla aburrida que se muerde la cola.

Comemos fast; pensamos fast; amamos fast; vivimos fast y tal vez moriremos fast. Ya no somos ciudadanos de un mundo globalizado. Somos consumidores de un mundo finito… ¡que aproveche quien pueda!

Sobre la prisa de la sociedad contemporánea Zygmunt Bauman escribió páginas muy esclarecedoras en – entre otros – su libro de 2008 Does Ethics Have a Chance in a World of Consumers? (traducido al italiano con el titulo L’etica in un mondo di consumatori). Afirma Bauman que el valor más característico – el «metavalor» – de nuestra actual sociedad de consumidores es la «vida feliz». Según su teoría, la sociedad de consumidores es posiblemente la única sociedad de la historia humana que promete la felicidad en la vida terrenal. La sociedad de consumidores, esto es, promete satisfacer todos los deseos humanos como ninguna otra sociedad pudo hacer en el pasado: en la sociedad de consumidores, la felicidad está potencialmente al alcance de todos. Estaría en nuestras manos, por lo tanto, según la ideología consumista, decidir si queremos conseguirla o no. Solo tenemos que poner mano a la cartera y sacar el dinero (o la tarjeta de crédito o de debito) para comprar lo que haga falta.

La verdadera esencia de la vida del consumidor, según Bauman, sería la búsqueda perpetua de la felicidad, a través de la caza incesante de productos y servicios que prometen satisfacer nuestros deseos. Deseos que son inextinguibles y que nos hacen mover mecánicamente dentro de un ciclo ineluctable de excitación y frustración por la imposibilidad de satisfacer todos los miles de deseos que, unos tras otros, los diferentes mercados de bienes y servicios despiertan en nosotros. En semejante situación, según Bauman, el deseo necesitado (es decir, la permanencia artificiosa de un deseo que nunca se apaga); la incertidumbre prefabricada y la precarización de nuestros estados de animo son algunas de las herramientas de dominación que el sistema de la «tiranía del momento», típica de la sociedad de consumidores, utiliza para controlarnos. Es el estado del consumidor, en definitiva, un estado de movimiento continuo: un apetito de consumo insaciable.

Podríamos afirmar que para nosotros los consumidores – como sísifos postmodernos (Albert Camus, El mito de Sísifo, 1942) – la felicidad no consiste en adquirir y poseer cosas, sino en seguir deseándolas, sin parar y sin llegar a ser, nunca, realmente satisfechos. En un magnífico artículo de 1932, Pere Català Pic escribía: «Vivir es renovarse. Pararse equivale a dejarse engullir por el monstruo insaciable del progreso que en todo momento reclama más. Todo evoluciona: los oficios, las ciencias, las artes, las costumbres y, en medio del frenesís que invade el mundo, una fuerza pugna por hacerse escuchar, potente y tenaz, en beneficio del productor: el Reclamo. Este intermediario entre el producto y el consumidor que con su incesante tam tam va propagando los productos a los más recónditos hogares, a las más lejanas tierras, es el primer inquieto, el elemento más insaciable de novedades, el más renovador, el más revolucionario del universo. Llamémosle Reclamo, Publicidad, Propaganda a este elemento que fuerza las inteligencias, que incita a los artistas, a los literatos y a los publicistas a buscar nuevas formas, nuevas ideas de las que nutrirse…». (“La publicidad moderna”, en Fotografía, arte y publicidad, 2015).

En la sociedad actual, en la que una absurda cultura de la urgencia perene nos empuja a pensar, imaginar y vivir cada vez más de prisa, es inevitable que una buena parte de lo que llamamos arte esté condicionado por nuestra forma mentis de consumidores. Una parte importante del arte que conocemos hoy en día, de hecho, se consume; tanto en los contextos físicos tangibles como en la nueva dimensión psico-tecnológica de la realidad aumentada. Como es de sobra conocido, en el siglo XXI ya parece estar superada definitivamente esa actitud contemplativa ante la creación humana típica de los siglos pasados. Ya nos hace sonreír, por su candidez, la idea de dedicar un tiempo detenido a disfrutar de una obra de arte. O mejor dicho, el “disfrutar de una obra de arte” acaba teniendo un significado diferente. Disfrutar del arte, en muchos casos, es sinónimo de hacer colas kilométricas ante las exposiciones must de museos icónicos. En otros casos, puede ser sinónimo de respuestas condicionadas a estímulos estratégicos de inbound marketing y de precisos métodos de construcción y consolidación de la identidad de marca, llevados a cabo por profesionales del brand management.

La subordinación de la creatividad a los parámetros (cuantitativos) y a los criterios del mercado; la necesidad que la cultura esté legitimada, para poder sobrevivir, en términos de valor de mercado (en tanto que elemento de un sistema económico-financiero) es algo que tendemos a dar por descontado hoy en día; como si la visión economicista de la cultura fuese, no el fruto de una visión específica y parcial del mundo (es decir un constructo socio-histórico e ideológico), sino un hecho natural, una verdad (La Verdad) ineludible.

Por otra parte, si miramos a algunas de las tendencias creativas más en boga en los últimos años, vemos que los conceptos de movimiento y caducidad juegan un papel fundamental; siendo cada vez más frecuente la realización de eventos pop-up de breve o brevísima duración y la definición de ciertas prácticas como “arte efímero”; “arte procesual”; “arte desmaterializado”; “arte de acción”; “arte de movimiento”; “arte experiencial”; “arte relacional”; “arte in progress” etc. Signo evidente de una plena asimilación en el ámbito de las prácticas creativas y de los lenguajes expresivos de aquel rasgo antropológico contemporáneo que podríamos definir como sisifización de la existencia.

Tal vez sea el Futurismo la corriente vanguardista que, en el siglo XX, ha teorizado y practicado la exaltación más fideísta del dinamismo y la representación más rupturista del movimiento evolutivo de la historia del arte. A este propósito, más que el tópico frito y refrito del Manifesto futurista marinettiano de 1909 («un automóvil que parece correr como la pólvora, es más hermoso que la Victoria de Samotracia») considero mucho más interesante recordar unas líneas que Umberto Boccioni escribió en 1914, profetizando, con clarividencia asombrosa, algunas de las características propias del arte (desmaterializado) del futuro: «Tal vez llegará un tiempo en el que el cuadro ya no baste. ¡Su inmovilidad, sus recursos infantiles serán un anacronismo en el vertiginoso movimiento de la vida humana! Surgirán otros valores, otras valoraciones, otras sensibilidades cuya audacia nos resulta inconcebible… El ojo humano percibirá el color como emoción en sí. Los colores se multiplicarán y ya no necesitarán de las formas para ser comprendidos, y las formas vivirán por sí solas fuera de los objetos que las expresan. Las obras pictóricas serán tal vez vertiginosas arquitecturas sonoras y olfativas de enormes gases luminosos que, en el marco de un horizonte despejado, electrizarán el alma compleja». (Umberto Boccioni, Estética y arte futuristas, 2004).

Sabemos que a lo largo del siglo pasado una plétora de movimientos artísticos llevaron a cabo la progresiva reconfiguración desmaterializadora del arte contemporáneo. Este proceso, empezado a partir de la segunda postguerra mundial y desarrollado especialmente en las décadas posteriores, se relacionó (de manera más o menos critica) con la apoteósica afirmación de la sociedad del consumo y con la forma mentis del consumidor serial. Recordemos, a modo de mero ejemplo, movimientos como el Informalismo pictórico, el Action Painting, el Arte Conceptual, el Land Art, el Arte de acción, el Happening, el Performance, el Videoarte, el Net.art o el New Media Art entre otros.

Si por un lado el Pop Art representó sin duda la mayor celebración (en ciertos casos también con matices explícitamente críticos) de la sociedad del consumo, por otro lado, otros movimientos profundizaron en el proceso de transformación antropológica que ya he definido como «sisifización de la existencia» contemporánea; adelantando aquellas tensiones y aquellas problemáticas que hoy en día reconocemos como características de la cultura de la urgencia que domina nuestro presente.

Como sabemos, los artistas – seres sensibles y especialmente clarividentes (o por lo menos eso es lo que se espera de ellos) – suelen adelantar (cuando su labor es relevante e intelectualmente honesta) cuestiones, tensiones y contradicciones todavía poco (o para nada) representadas en los discursos dominantes (ya codificados) de sus contemporáneos. De esta manera, hacen visibles problemáticas latentes; ofreciendo nuevos estímulos y nuevos puntos de vistas sobre el mundo. Dicho de otra forma, proponen miradas personales y no-convencionales sobre la realidad.

Ofreciendo a los demás una fundamental posibilidad de ilustración sobre el pasado, el presente y el futuro de la humanidad, los artistas (los de verdad) proponen maneras nuevas de representar la realidad que viven y sienten, imaginando nuevos mitos y nuevos caminos. Puesto que la finalidad principal del arte (el de verdad) sigue siendo, hoy en día, la misma de siempre: explorar; allanando el terreno y trazando nuevas vías que la cultura humana podrá en el futuro seguir o no. Que se sigan o no,  estos nuevos caminos imaginados, ya no está en mano de los artistas.

 

Bibilografía:

− BAUMAN, Zygmunt: Does Ethics Have a Chance in a World of Consumers?, 2008 (Trad. Italiano: L’etica in un mondo di consumatori, Editori Laterza, Bari, 2011).

− BOCCIONI, Umberto: Estética y arte futuristas. Acantillado. Barcelona, 2004.

− CAMUS, Albert Camus: El mito de Sísifo, Alianza editorial, Madrid, 2015.

− CATALÀ PIC, Pere: Fotografía, arte y publicidad, Casimiro libros, Madrid, 2015.

− CHOZAS, Javier: El tiempo digital. Narciso narcotizado, Editorial Diseño, Buenos Aires, 2014.

− FLUSSER, Vilém: El universo de las imágenes técnicas, Caja Negra, Buenos Aires, 2015.

− LEOPARDI, Giacomo: Diálogo de la moda y de la muerte, Santillana Ediciones Generales, Madrid, 2013.

− PRADA, Juan Martín: Otro tiempo para el arte, Sendemà Editorial, Valencia, 2012.

− RITZER, George Ritzer: The McDonaldization of Society, 1993 (Trad. Italiano: G. Ritzer, Il mondo alla McDonald’s, Il Mulino, Bologna 1997).

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