Revista Arte
La intencionalidad del Arte, o la belleza traducida como un sentido no voluptuoso, sino etéreo.
Por ArtepoesiaEn una visita que hice hace muchos años al museo del Louvre, adquirí entonces una reproducción de la obra del pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867), La bañista de Valpinçon, una pintura neoclásica del año 1808. Entonces me sucedió inconscientemente lo que, ahora, trataré de traducir en palabras. Cuando por entonces la elegí no lo hice por la idea de belleza que mi época y cultura me habría influenciado, no, lo hice buscando de modo intuitivo -por tanto inconsciente- el sentido neoclásico más representativo de este magistral pintor, medio clásico, medio romántico. Pero entonces no lo sabría aún. Ahora, cuando ya conozco algo los entresijos de eso que denominamos Arte, comprendo bien qué me hizo, sin saber, elegir entonces la obra más representativa, la más paradigmática, la más impactante de aquel curioso momento artístico que fuera ya la primera década del siglo XIX.
Siempre que ahora es visionada la obra impactará, guste o no; aunque, generalmente, no suele gustar cuando la persona que lo ve es además sincera y espontánea. Porque la Belleza de La bañista de Valpinçon no es la belleza entendida ya con criterios materiales, formales, incluso clásicos -lo que más chocará, lo que más sorprenderá-, que se puedan ahora tener para percibir el cuerpo desnudo de una mujer. Sin embargo, eso es lo que el pintor ya quiso hacer cuando lo hizo: expresar la perfección artística de una figura en el escenario íntimo de un baño oriental. Por eso dibujó -correctamente- las imperfecciones anatómicas y corporales de una joven desnuda de espaldas. ¡Qué fácil hubiese sido hacerlo ya como la belleza formal de un cuerpo voluptuoso llevara a representar! Pero no, Ingres no quería distraer tanto en ese sentido -algo que demostraría saber hacer años más tarde-, no, él lo que deseaba entonces era representar otra cosa, el momento fugitivo, el instante sosegado, el ruido relajante del agua en la bañera, todo eso que no veremos muy bien aquí.
Ni las caderas, ni las piernas, ni los pies, ni los hombros, ni la espalda siquiera establecerán ya en su modelo las medidas o proporciones correctas para hacer, de ésta, una belleza sugerente, atractiva o deseante. Ingres era, además, un extraordinario dibujante, el mejor de todos aquellos discípulos que ya tuviera el famoso pintor clásico David. Pero Ingres había nacido a finales del siglo neoclásico, cuando el Romanticismo brillaba poco a poco, luchando entonces para salir y enfrentarse así al poderoso clasicismo de siglos. Sin embargo, él no supo, en esa difícil encrucijada, elegir un camino definido en su Arte. Quería dibujar, quería respetar las reglas clásicas de sus maestros, pero, a la vez, deseaba trasladar a sus lienzos una sensación nueva para entonces, etérea, fugaz, que irradiara ya toda la obra en su conjunto, no solo una parte, no la más representativa por entonces del lienzo, sino la escena misma, las cosas que en ésta -las sábanas blancas, el turbante estampado, las cortinas caídas, el grifo de agua, la inquietud sosegada de ella- pudieran ahora hacer impactar en el espectador la nueva forma de ver un exotismo como este.
En la sociedad europea de entonces la visión abierta del desnudo de una mujer joven era inexistente en la tradición occidental. Por eso se buscó, desde hacía años, en el mundo oriental las exóticas sensaciones que en el imaginario de los europeos se tendría ya de los harenes libidinosos y voluptuosos de oriente. Por esto Ingres lo hizo así, por impactar ahora con el contraste de una figura que no encajaría con ese imaginario, incluso ya entonces. Y el Romanticismo le vino a ayudar, ya que esta tendencia no trataba de resaltar las formas como éstas eran, no, el Romanticismo deformaba el clasicismo para resaltar lo etéreo, lo que pasaba pronto, lo que no quedaba -justo al contrario que el mármol de las esculturas clásicas, que permanece hierático y perenne a pesar de las emociones que ocasione en quien lo vea-, lo que se impregnaba además de todo lo que rodeara la propia figura principal de cualquier obra. Sin embargo, Ingres no era un romántico tampoco...
Y en esa encrucijada -neoclásico-romántico- estará aquí precisamente la grandeza de este pintor francés. Y su obra La bañista de Valpinçon es la mejor muestra de ello. Impactante, objetable, chocante, pero, a la vez, impresionante, subjetiva, misteriosa, sedante, virtual... Nada es como parece. Nada se mantendrá ya como la figura perfecta de la escultura perfecta de la forma perfecta de la imagen más clásica de lo que sea. Nada es para siempre, nada es perfecto en sí mismo, en su permanente sentido único e insobornable. El pintor lo sabría, y por eso intencionadamente pintó así su modelo, su bañista exótica y desnuda, esa mujer extraña que mirará ahora algo afuera del lienzo, algo que, como nosotros, no veremos ya aquí: su efímera silueta, su fugaz momento relajado, su pasajera sensación de belleza que no estará ya en lo que vemos, sino en lo que representará cada instante de cada cosa en cada lugar que le corresponda, sin alardes objetivos, sin alarmas materiales, sin deseos desenfocados, sin renuncia a lo importante...
(Óleo del pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres, La bañista de Valpinçon, 1808, Museo del Louvre; Lienzo del mismo pintor, La Fuente o el Manantial, 1856, Museo de Orsay, París; Cuadro del mismo creador francés, La gran odalisca, 1814, Museo del Louvre, París.)
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