Revista Arte
La inútil búsqueda inevitable, o, quizás, el único sentido sea así no hallar nunca nada.
Por ArtepoesiaEl compositor Franz Liszt creó en 1851 un poema sinfónico donde narra la historia del noble héroe ucraniano Iván Mazepa (1639-1709). Este famoso cosaco de entonces tuvo la osadía de enamorar a una bella noble polaca. Por la terrible afrenta fue atado desnudo a un caballo salvaje que no paró de correr hasta llegar a Ucrania. Los románticos creadores de principios del siglo XIX lo tomaron como modelo de obras desgarradoras, en donde la pasión anudada a la violencia de los hechos no deja de ser acosada por la violencia desaforada de la vida. El pintor francés Horace Vernet lo demuestra así en su obra Mazepa y los lobos, que, como una metáfora inevitable de lo inútil, presenta la fuerza poderosa de lo que nos arrastra ya de por sí, con la fuerza monstruosa de lo que también nos amenaza fieramente.
Es por eso que no podemos hacer nada, ni siquiera evadir la mirada de lo que nos persigue por donde nos llevan. Así, atados a nuestra necesidad, desbocados en nuestras pasiones, decididos sin decidir, acabamos llegando a donde no queríamos llegar. Como la permanente vuelta de las cosas, de los momentos repetidos, de las sinfonías azoradoras, agotadas ya, de tanto oírlas. Ahora, volvemos otra vez a lo mismo, sin saber siquiera que lo hacemos, sin tener una sensación concreta que nos lleve a pensar que, al menos, es otra cosa distinta la que nos lleva ahora. Pero, no, no es así, volvemos y volvemos a recorrer de nuevo toda la trayectoria repasada de la vida, ¿de cuál vida?: de la misma de siempre, es la rueda de esa fortuna vital, rueda que no tiene fin, ni siquiera un principio. A ella nos aferramos sin saber que lo hacemos, sin quererlo de nuevo, pero es que nos anudan los deseos, los intentos, los fracasos, los si acaso, los por qué no, los volvamos de nuevo, los así lo haremos mejor. Sin embargo, siempre es lo mismo, una añagaza de la vida desatenta, inmisericorde y banal.
En el siglo XII se inició ya la leyenda caballeresca, en ella se basó un medieval escritor francés, Chrétien de Troyes, para narrar la tradición del Santo Grial. Había que conseguir establecer, entonces, una meta imposible, un conjuro universal y sagrado por el que los caballeros dieran todo, incluso su vida, para obtenerla. ¿Qué mejor motivo que la ambivalente sangre de Cristo, algo tan legendario, tan divino y poderoso, y al parecer a la vez tan humano? Pero, lo que representó sobre todo fue la búsqueda de aquello por lo que les merecía la pena vivir a esos hombres erigidos de un gran arrebato. Así, por ejemplo, se enfrentó Perceval, el caballero artúrico, a las calamitosas y duras escaramuzas por donde fluía el camino hacía la inútil conquista. Pero como en todas las leyendas sí hubo un caballero, Galahad, que alcanzara al final el preciado tesoro. No pudo éste ser más recompensado que, elevándose sobre todos los demás y sobre la Tierra que lo justificara, desaparecer así en brazos de lo sagrado, de lo angelical, por tanto inhumano, a través de una esfera diferente, celestial, imposible ya así de regresar para contarlo. Porque es de este modo como lo no encontrado, lo que es inútil de alcanzar desde la semblanza de lo terrenal, puede únicamente ya ser descubierto: dejando los motivos humanos que nos llevan a buscarlo, dejando la vida que nos obliga, una y otra vez, a repetir, insistente, la desquiciada y obsesiva tentación de lo imposible.
(Óleo del pintor Horace Vernet, Mazepa y los lobos, 1826, Museo de Bellas Artes de Avignon, Francia; Cuadro El caballero del Santo Grial, 1912, del pintor Frederick Jubb Waugh; Lienzo del pintor Jean Delville, Parsifal; Óleo del pintor Edward Burne-Jones, La rueda de la Fortuna, 1883, Museo de Orsay, París; Cuadro La rueda de la Fortuna, 1940, de Jean Delville; Cuadro del pintor William Blake, El torbellino de los amantes, 1824.)
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