Los grupos que tenían más éxito en el desarrollo de la cooperación - que entrañaba una considerable igualdad entre sus miembros - iban haciéndose más numerosos, debido a su éxito, lo cual podía generar más conflictos, por lo que la agresividad interna debía reprimirse todavía más, así como desarrollar consensos para castigar a quienes actuaran en contra de la comunidad. Aquí juega un papel fundamental el desarrollo del lenguaje, que consigue que la comunicación del grupo sea mucho más fluida, compleja a través de una práctica que ha llegado incólume a nuestros días: el intercambio de cotilleos y rumores.
La evolución humana, a pesar de los numerosos genios que la han facilitado a lo largo de la historia, depende sobre todo del acervo acumulado en las generaciones precedentes, de la llamada cultura acumulativa:
"Los humanos, en cuanto seres carenciales, dependemos de una cultura acumulativa, que compensa nuestras carencias físicas con conocimientos culturales transmitidos y perfeccionados a lo largo de generaciones. No tiene sentido preguntarse si deberíamos vivir con una (y a través de una) cultura acumulativa: somos, por nuestra propia naturaleza, seres culturales, lo cual determina que no tengamos otra vida posible más que aquella que transcurre en un nicho construido culturalmente. De hecho, ni siquiera sería deseable hallar una alternativa, porque tanto nuestra supervivencia como los bienes específicamente humanos (por ejemplo, el arte, la espiritualidad o el juego) no tendrían cabida sin la cultura."
La invención de la agricultura tuvo algo de maldición para muchos seres humanos. Ahora era posible desarrollar comunidades de miles o incluso cientos de miles de personas trabajando en cooperación en un marco estable. Las primeras ciudades dieron lugar a los primeros imperios, surgieron los trabajadores especializados, entre ellos los que se dedicaban en exclusiva a la guerra. La cultura se desarrolló hasta extremos insospechados, pero a la vez surgió una desigualdad profunda que se fundamentó en el surgimiento de una clase social dominante que prácticamente esclavizó a la mayoría de sus semejantes. El precio del progreso y del bienestar del que goza hoy una buena parte de la Humanidad está cimentado en el sufrimiento de la mayoría oprimida, cuya existencia se fundamentaba en la explotación de su fuerza de trabajo.
Nosotros somos herederos de esa desigualdad profunda, de ese afán de acumulación de unos pocos frente a la escasez en la que viven muchos. La invención de los derechos humanos y el afán reivindicativo de los grupos tradicionalmente excluidos son propios de nuestro tiempo, un reconocimiento tardío de la igualdad de todos los seres humanos que se ha ido gestando en los siglos anteriores, sobre todo a partir del auge de las ideas de la Ilustración. Nuestra disposición a ayudar a los demás ya no debe limitarse a nuestro círculo íntimo y familiar, sino que debe abarcar progresivamente al resto de la Humanidad y esto solo puede conseguirse a través del desarrollo de instituciones internacionales cooperativas.
Vivimos una época de gran sensibilidad moral, a veces incluso exagerada por fenómenos como el movimiento woke que a veces parece más exhibicionista o vengativo que realmente interesado en avanzar en igualdad y libertades. Unas promesas que jamás llegan a sustanciarse del todo y que provocan una lógica frustración en los perdedores sociales. ¿Lograremos ver alguna vez a una humanidad cooperando al cien por cien en justicia social y considerando a todos sus miembros con los mismos derechos? Nuestra herencia de milenios lo hace difícil, pero la esperanza de esa meta utópica jamás va a desvanecerse.