Revista Cultura y Ocio

La izquierda y el “procés”

Publicado el 11 septiembre 2017 por Benjamín Recacha García @brecacha
La izquierda y el “procés”Viñeta de El Roto.

El movimiento independentista existe en Catalunya desde mucho antes que el expresident Artur Mas decidiera envolverse en la estelada para tapar las vergüenzas de su partido. El PP se encargó de avivar el fuego nacionalista, primero haciendo campaña en contra del Estatut y llamando al boicot de los productos catalanes (a ver si hacemos memoria, que no hace tanto de eso), y luego, ya en el gobierno, reprimiendo con la ley toda reivindicación política.

El gobierno del PP y el PSOE más rancio han sido máquinas de fabricación de independentistas en masa, así que la principal responsabilidad en la situación actual de fractura y crispación es suya.

Pero no sólo suya. Como decía, la derecha catalana, campeona del mundo en recortes sociales, que se enorgullecía de su habilidad con las tijeras, salpicada por numerosos casos de corrupción, aprovechó la marea social de indignación por el maltrato a la autonomía catalana, para fundar un movimiento, “el procés”, que será estudiado por su prodigiosa capacidad para convencer a través de la propaganda.

Parece que por fin llegamos al momento cumbre, a ese referéndum que no lo es (sí, por culpa sobre todo de la España cañí… y de Ada Colau, una de las principales enemigas del pueblo), tras el cual se declarará la República Catalana. No sé qué pasará. Nadie lo sabe, pero me cuesta mucho creer que el 2 de octubre alguien más que los dos millones de catalanes que votarán por la independencia considerará a Catalunya un estado independiente.

El procés fue inicialmente un movimiento reivindicativo del derecho a decidir. El 80% de la población catalana estaba de acuerdo en que se le consultase para conocer su opinión respecto al encaje de Catalunya en España. No voy a repasar los acontecimientos que ya todos conocemos, pero el caso es que tras la consulta del 9 de noviembre de 2014 y las elecciones autonómicas del 27 de septiembre de 2015, que los partidos independentistas lograron convertir en un plebiscito, nos encontramos más o menos en el mismo punto que entonces, con la diferencia que ese movimiento en el que podía sentirse más o menos cómodo el 80% de los catalanes ahora sólo engloba a los independentistas.

Si el procés persiguiera realmente la independencia de Catalunya, podría haberla proclamado tras el 27-S; tenía mayoría parlamentaria para hacerlo. No había ninguna necesidad de convocar otra votación que todos sabíamos que el gobierno central no permitiría y que, se acabe desarrollando de la manera que sea (bochornoso el espectáculo fascistoide protagonizado por la Guardia Civil registrando sedes de diarios e imprentas en busca de las papeletas de la consulta), arrojará unos resultados muy similares a los de las convocatorias anteriores. Es decir, el 2 de octubre previsiblemente el independentismo tendrá la misma legitimidad que hoy o que hace 18 meses para proclamar la República Catalana.

No soy antiindependentista, ni antiespañol; es decir, soy uno de esos “equidistantes” que tantas iras levantan a uno y otro lado de la línea de batalla. No creo en el procés, como no creo en el actual Estado Español. Dicen muchos izquierdistas (sin ánimo de ofender; yo soy muy izquierdista) que el procés es una oportunidad, la única que ha habido hasta ahora, de romper con el régimen del 78, de refundar un estado carcomido por el franquismo y la corrupción hasta la médula. Puede que tengan razón, pero lo siento, soy muy escéptico al respecto.

La CUP confía en ello. La izquierda radical, anticapitalista y feminista, que sueña con una república socialista dels Països Catalans. Bonito sueño. Tan bonito como el de los marxistas del POUM y los anarquistas de la CNT, que vieron en el estallido de la guerra tras el golpe de estado franquista la oportunidad para llevar a cabo la revolución (aquello sí que lo era, no el procés burgués, sí, burgués, actual), y que acabaron siendo reprimidos y “depurados” por sus camaradas republicanos.

Hay que ser muy ingenuo para creer que en la Catalunya actual existe no una mayoría, sino una minoría representativa que apoye la construcción de un estado socialista. Esta “revolución” tiene muy poco que ver con los derechos sociales; el procés y su reverso de la moneda es básicamente una cuestión de banderas. Me atrevo a decir que más de la mitad (y soy muy prudente) de los independentistas “luchan” por un estado liberal, como mucho socialdemócrata, indiscutiblemente capitalista, en el que la propiedad privada sea un derecho sagrado. Es decir, escuelas privadas subvencionadas con dinero público, hospitales privados, banca privada, planes de pensiones privados, empresas de servicios privadas, etc. Más de lo mismo, pero sin borbones.

En fin, que la CUP ha hecho lo posible, de acuerdo a su fuerza parlamentaria, para reconducir el procés hacia un movimiento de liberación nacional y social, y alguna cosa ha conseguido, como la solidaridad de las izquierdas estatales menos acomplejadas, y algunas pinceladas de apariencia social en los presupuestos. Pero a cambio se ha tenido que tragar sapos de dimensiones descomunales, como apoyar esos mismos presupuestos, en las antípodas de su ideario. Y, por supuesto, la animadversión encarnizada de los hooligans del procés cuando estuvo a punto de llevarlo a pique.

El procés, que supuestamente tenía una pretensión incluyente, que aspiraba a ser atractivo para quienes dudaban, ha acabado siendo un enorme club privado en el que sus socios compiten por ver quién tiene la estelada más grande, por ver quién es más patriota. Sus miembros son implacables con quienes prefieren quedarse al margen, más que con los del bando contrario: los españoles. Español es lo peor que le pueden llamar a un catalán que no se abraza al procés. Y, de propina, facha.

El otro día, en una de esas sesiones maratonianas en el Parlament en las que se acabaron aprobando a las tantas de la madrugada las leyes que dan cobertura legal al referéndum y a la consiguiente república catalana, los diputados nacionalistas españoles abandonaron el hemiciclo en protesta por lo que consideraban un proceder autoritario y de escasa higiene democrática. Algunos, antes de marcharse, decoraron sus escaños vacíos con banderas catalanas y españolas.

Pues bien, una diputada cuyo nombre me parece irrelevante (y que pertenece a la formación política a la que yo voté, no independentista o, al menos, no “procesista”) retiró las banderas españolas, por lo cual recibió una estruendosa ovación. La autora de semejante proeza arguyó después que su bandera es la republicana. También la mía, pero sin embargo opino que cometió un grave error, uno más de los muchos que la izquierda catalana no nacionalista ha cometido, absolutamente descolocada, en los últimos tiempos.

Esos diputados de Ciudadanos, PP y PSC que abandonaron el Parlament representan a un porcentaje significativo de la población catalana, tan catalana como el independentista más independentista. Yo estoy a años luz de la ideología reaccionaria de la derecha, catalana y española; jamás votaría a Ciudadanos ni, por supuesto, a la banda criminal que gobierna el estado, pero sus votantes, por incomprensible que pueda resultar su elección, merecen un respeto, como mínimo, por parte de la principal institución de Catalunya. El Parlament es la casa de todos los catalanes, pero el procés ha expulsado a quienes discrepan del camino emprendido hacia la independencia.

Esas banderas españolas representaban a una parte, no pequeña, de la población catalana. Retirarlas significó un agravio injusto e innecesario. En fin, es un detalle, absurdo si se quiere, pero significativo. Las guerras de banderas me producen una pereza infinita, pero para un número sorprendentemente alto de personas las banderas son elementos de vital importancia, fuente inagotable de amores y odios.

Y eso, las banderas, lo que representan, y en particular lo que representa la bandera española en contraposición a la estelada independentista, la bandera que ha adoptado indiscutiblemente el procés, es lo que ha hecho posible que la segunda fuerza más votada en Catalunya el 27-S fuera Ciudadanos. Consiguió 25 de los 135 diputados de la cámara. Mérito de ellos, desde luego, pero demérito también de la izquierda no nacionalista, que no supo (y me temo que no está sabiendo) seducir a esa parte de la sociedad catalana para la que el procés supone la menor de sus preocupaciones.

En la zona más poblada de Catalunya, Barcelona y su área metropolitana, que concentran la mitad de la población, el independentismo está muy lejos de ser un sentimiento mayoritario, sobre todo entre las clases más humildes. La clase obrera metropolitana se siente tan española como catalana; no se siente parte del conflicto identitario, y aunque apoya la celebración de un referéndum, no tiene prisa por que se haga, no percibe que esa sea una prioridad; tiene otras preocupaciones más terrenales, como el llegar a fin de mes, por ejemplo.

Los cuentos de hadas en los que Catalunya se convierte en un edén tras la independencia, no acaban de calar. Ese cuento, más por reacción al menosprecio estatal que por verdadero convencimiento, atrajo a un número muy considerable de catalanes en los inicios del procés, pero a estas alturas ya lo único que están consiguiendo unos y otros es atrincherarse en sus posturas.

Cuando nos preguntamos por la razón del éxito de Le Pen, Trump y otros movimientos ultranacionalistas, una de las respuestas más evidentes es por el fracaso de la socialdemocracia. La izquierda no ha sabido seducir a las clases humildes que deberían constituir su principal caladero de votos. La gente con menos recursos se siente abandonada por los que deberían ser sus representantes políticos, esa izquierda diluida en el juego del capitalismo, que ha olvidado lo que es la conciencia de clase.

Muchos de esos votantes, hastiados de palabrería y falsas promesas, acaban cayendo en brazos del discurso fácil e incendiario del ultranacionalismo. Parece mentira que no hayamos aprendido nada de la historia.

Algo (o mucho) de eso hay en el éxito de Ciudadanos en Catalunya. Un discurso poco elaborado en el contenido, pero muy aliñado con la mezcla de banderas catalanas y españolas. «Somos catalanes orgullosos de ser españoles». ¡PAM! Ahí lo tienes. Y mientras, las izquierdas no nacionalistas, más o menos modernas y más o menos rompedoras, se pierden en disquisiciones filosóficas sobre su postura respecto al soberanismo, quedando diluidas en la corriente fenomenal del independentismo, desbordada en su autoconfianza, en su indiscutible demostración, día histórico tras día histórico, de su superioridad númerica y moral.

Esas izquierdas (Catalunya en Comú, y la ensalada de partidos que la componen; y Podemos) han aceptado jugar en el campo que les ha señalado y con las reglas que les ha marcado el “procesismo”, y hasta ahora pierden por goleada, timoratas, incapaces de marcar un discurso propio, procurando en todo momento no encender demasiado los ánimos de quienes los consideran sus principales enemigos; es decir, la hinchada de Junts pel sí, que vierte (al menos en las redes sociales) toneladas de insultos y desprecio sobre sus dirigentes más visibles.

Así que cuando las izquierdas de otras regiones aplauden el procés y animan a apoyarlo para romper con el régimen del 78, como si fuera un movimiento verdaderamente revolucionario cuyo objetivo es la liberación de la clase obrera, me gustaría creer que tienen razón, pero no puedo ser tan ingenuo. La clase obrera, o al menos buena parte de ella, no se siente interpelada por el procés, por lo mismo que no se siente interpelada por la socialdemocracia europea o por lo mismo que votó a Trump en EEUU. El problema de la clase obrera en el mundo globalizado ultracapitalista es que no sabe que es clase obrera, no quiere serlo ni quiere que le calienten la cabeza con discursos ideológicos. Y esa batalla, por mucho que la CUP lo intente (aunque lo haya sacrificado en buena parte en pos de los derechos nacionales), el procés no la disputa.

El 1 de octubre debería poderse votar con normalidad, claro que sí. La democracia no puede ser reprimida en democracia. El gobierno español, demostrando una vez más su raíz autoritaria franquista y su nula capacidad estratégica, hará todo lo posible por impedir la consulta, y es una vergüenza que se amenace con el peso de la ley a quien pretende poner urnas. Pero todo eso ya se sabía, y a pesar de ello los impulsores del procés han insistido en su huida hacia delante.

Unos y otros están consiguiendo que se cumpla aquello que pronosticó uno de los personajes más repugnantes de la historia española cuando en 2012 afirmó, con esa sonrisa de hiena: «Antes se romperá la unidad de Cataluña que la de España».

Jamás imaginé que llegaría el día en que tuviera que admitir que en Catalunya empieza a existir un problema de convivencia. Y me temo que a partir del 2 de octubre la cosa empeorará. Habrá mucha frustración que gestionar.

Feliç Diada (que, por cierto, ya no es la de todos los catalanes, sino sólo la de los buenos, los independentistas).

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