Revista Cine

La juventud

Publicado el 17 marzo 2016 por Jesuscortes
Al mismo tiempo que van saliendo a la luz algunas de las mayores películas silentes francesas descubiertas o recuperadas en los últimos años, se va removiendo poco a poco el panorama de aquellos años, un relato dominado desde hace lustros por rusos, prusianos, escandinavos y norteamericanos que tomaron y llevaron muy lejos el testigo de las dos parejas de hermanos "padres" de casi todo, Lumière y Méliès. Los Feuillade, Capellani, Antoine, Epstein, Fescourt o De Gastyne que van apareciendo o remozándose en retrospectivas para festivales y las primeras copias domésticas que empiezan a circular, equilibran agradablemente el llamativo déficit de obras mudas importantes que parecía tener el cine francés hasta la llegada de tantos maestros que alcanzaron su verdadera plenitud en el sonoro. Faltaba y aún falta la épica, que apenas tiene a varios Gance y algún Feyder como representantes y no abundan tanto como en otras cinematografías las grandes obras realistas. Las fundamentales "Germinal" o "L'assomoir" de Albert Capellani casi responden puntualmente a esas últimas carencias que mencionaba y las aún más gigantescas "Barrabas" y "Vendèmiaire" - ¿el "film del año"... casi cien después de rodarse? - de Feuillade enriquecen y, sobre todo, obligan a repensar otras muchas cosas dadas por buenas sobre estos cineastas, que cada vez parecen más amplios y originales, y su época, que se agranda con los años para equipararse a los 50 con cada vez más argumentos.

LA JUVENTUD

Léonce Perret, hacia 1920

Tambien de Léonce Perret han ido sumándose poco a poco nuevas obras a las conocidas, desplegándose mágicamente desde los breves planos de recuerdo, muchas veces quebradizos, incluidos en documentales o recopilaciones del cine que fue. Películas breves e intensas de los albores de los años 10 o filmadas cuando tocaban a su fin, como la bella "The unknown love / Les étoiles de la guerre" del 19 o joyas de la siguiente década como sobre todo la prolija y apabullante "La femme nue", un monumento de fluidez y audacia de puesta en escena que nada tiene que envidiar de ninguna otra película de 1926.
Un concepto sin absolutos - no como la belleza o la armonía, más resistentes al largo paso del tiempo - como la modernidad, tan recurrente en determinados momentos de renovación de la Historia del cine, inunda cada plano de la "clásica" y nada postulada como "rompedora" "La femme nue", la obra que prefiero a día de hoy de Perret.
Si asombrosos resultan sus planos atestados de actores y actrices en movimiento y cómo capta la empatía o el desasosiego de alguno de ellos sin tocar el encuadre, sin subrayar ni esgrimir un dominio del recurso - tantas veces conducente a banales reenfoques o a insertos para asegurarse que se perciben por todos -, aún más impresiona su paciencia para ir al detalle de la historia íntima, lindante con Borzage o Griffith en la pobreza y con Stahl o Stroheim en la riqueza, que primero viven y luego separa a Lolette y Pierre, unos fabulosos Louise Lagrange e Iván Petrovich.
LA JUVENTUD
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Poco tiene "La femme nue", pese a que así lo aparenta su apertura, de film sobre pintor y su modelo y no es de la elocuencia de esa parte de la que más deba sentirse orgulloso Perret.
Es la entrada en acción de la vampiresa (la más "auténtica" posible por cierto, con refugio en los Balcanes) interpretada por Nita Naldi la que, más que un triángulo afilado, comienza a dibujar sobre el film una obsesiva pirámide de escenas que no se cierran sino que se acumulan con creciente violencia, como tantos melodramas muy posteriores construidos sobre la espera y la incapacidad para resolver los conflictos, tensos, rotos sin desmoronarse.
Conforme se suceden, ella se empecina, decae y añora, mientras él se deja llevar, se falsifica a sí mismo y olvida. Tanto que le toma la mano y parece contar sus pulsaciones cuando convalece de un intento de suicidio, indiferentemente, hablándole sobre el amor y cómo cambia con el tiempo, dándole lo que nunca se darían quienes se quieren: un consejo. Para enseñarle a vivir sin él.
Sentada en la habitación de aquel hospital, Lolette parece sin embargo la paciente de un sanatorio, aún no colapsada, pero tan afligida como el Scottie de "Vertigo".
La crueldad de esos momentos es insoportable. Y también lo contrario. Hablan de lo que sintieron como si fuese otro, un tercero, un intruso que soliviantó sus vidas, algo que ni la fatua Princesa que ha venido a arruinarlo todo será capaz de borrar.
El sentimiento como un personaje, esculpido indeleble, amoralmente incluso, en la memoria. Una idea de Marker, Godard o Duras

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