Jean Baudrillard dejó escrito en algún sitio que los objetos que consumimos no son más que signos y que no tienen una finalidad concreta en realidad. ¿Ocurrirá así con los libros de Javier Marías, que no necesitan ser leídos, o con Marías mismo? ¿Los críticos que jalean esos libros serán como los irreflexivos consumidores de Baudrillard? Mucho nos tememos que no, que el gusto de la gente está tan viciado por el marianismo ambiente que muchos de sus lectores lo han leído y que la presunta genialidad de ese novelista al revés, tan proclamada por Alexis Grohmann, Pozuelo, Rico y demás fariseos de la cultura, es lo que resulta ser un constructo o un producto de los mass media o del mundo consumista de Baudrillard: consumimos la supuesta genialidad de Marías, no sus libros. Él es el personaje y el producto. Su supuesta inteligencia como narrador, su pregonado ingenio y su poderoso intelecto son como la lavadora o el automóvil de Baudrillard: una cosa simbólica, un signo intercambiable, una idea de quita y pon.
Quizás por eso les resulta tan fácil a esos señores críticos de las revistas literarias elogiar algo tan huero y tan absurdo como es la escritura de ese escritor ausente y fantasma, del tío Vania de la novela española, del no-escritor que es Marías. Y todo esto encaja a la perfección con la idea de la lógica social y del prestigio que tanto preocuparon al genial pensador francés: el prestigio de Marías es el mismo que atribuimos sin darnos cuenta a todas esas cosas superfluas que nos rodean a diario; y su lógica social es más o menos la siguiente: uno no puede ir a una reunión de personas que hayan cursado en su vida algún estudio de humanidades sin saber quién es Marías, qué ha escrito (aunque sea por encima) y sin proclamar que es o era un genio y que suyo es el reino de los cielos literarios. Tales son el santo y seña de cualquier tertulia de cafetería universitaria. Y al igual que todos tenemos lavadora, en todas las casas un libro de Marías reposa del rincón en el ángulo oscuro.
Las editoriales, como las fábricas de automóviles o de muebles, proyectan en nosotros falsas necesidades, como la de leer o poseer libros de Marías, como el impulso de repetir como un mantra que estamos ante el escritor revelación de la modernidad. Saltamos a un taxi para ir a comprar una novela tan demencial como Los enamoramientos porque, sin saber cómo, estamos enamorados de Marías. Él, el único, el más insigne de los intelectuales españoles, tiene esa capacidad de sugestión que no poseyeron ni Shakespeare ni Cervantes ni Dostoievski, que sí eran escritores y cuyas obras respectivas son tan reales como concretas, tan verdaderas como universales. Pero ahí está el quid de la cuestión: para crear una necesidad ficticia y una imagen irreal en un mundo tan irreal como el del moderno consumismo es mucho más lógico proyectar en el lector una ilusión falsa suscitada por una novela que no es tal. Porque una novela fehaciente nos traería inevitablemente la necesidad de la discusión, la crítica y la imitación. Marías es tan indiscutible como imposible de criticar –al menos en los periódicos españoles- o –desde luego- de imitar. Medite el lector sobre el último punto: sólo los fieras más contumaces hemos logrado remedar a duras penas el estilo imposible, inviable de Marías.
Sólo en un país tan aculturado como el nuestro cabe asistir a un fenómeno tal de sugestión del consumidor culto. Paradójicamente, no es que vivamos en la opulencia que describiera Baudrillard: es que vivimos probablemente en la mayor pobreza novelística que se conoce en España desde abril de 1939, en el país de los lectores ciegos o tuertos, cuando menos. Publicar un best-seller tan ilegible como Los enamoramientos es, en verdad, una proeza sólo al alcance de la industria cultural española. La pauperización psicológica de nuestro consumidor-lector indígena, en los mismos términos de Baudrillard, es un mérito de PRISA. Ni los norteamericanos en su apoteosis del consumismo han llegado a tanto. Ni Hollywood. Y naturalmente, esto implica la total alienación del consumidor, que está dispuesto a creer a pies juntillas que Marías cuenta algo en esas páginas, que hay un tema, unos personajes, una técnica novelesca y hasta un estilo, todos grandes ausentes de su obra. En el nihilismo baudrillardiano, diríamos que el lector incluso está ausente o desaparece tras comprar el libro y anotarse sin saberlo en las estadísticas de Alfaguara.
No creemos que un hombrecito que escribe frases como “Después de acostarnos con el uno el otro” o “encendió un cigarrillo no usado” deba esperar que nadie lo lea. Parece asumir que su editorial debe publicar esas y otras cosas parecidas, pero no parece tan probable que crea que escribe en una lengua que sus presuntos lectores puedan conocer o aprender. Por eso –¡evohé!– Marías ha destruido, por último, según también pronosticara Baudrillard, el logos mismo, la lengua española, la simple coherencia del idioma, con esos sus objetos intercambiables que comúnmente llamamos novelas por llamarlas algo; por eso la tribu de los culturetas y los enterados, la Real Academia y los críticos del ABC rinden culto pagano a un escritor tan fútil: justamente porque no es nada ni contiene nada. La nada de Baudrillard. La lavadora que gira y gira.
Quercus Sempervivens