Puesto porJCP on Dec 23, 2014 in Autores
Hablar de España en una tribuna pública ha estado vedado a los españoles desde que el poder residual de la dictadura les otorgó la gracia de las libertades. Decir la verdad sobre España como hecho nacional es un acto de subversión de los valores. Tan escandaloso era decir antes que aquello era una dictadura nacionalista como decir ahora que esto es una oligarquía apátrida. Las reacciones de rechazo social son las mismas. Y, sin embargo, aquello era una dictadura y esto no es una democracia. Aquello, una nación infamada y esto, una infamia nacional.
El hecho nacional de España, dígase lo que se diga, es una realidad independiente de la libertad o la conciencia que tengamos para afirmarlo o negarlo. Esta realidad fue ayer tan maltratada por la dictadura, sin libertad, como hoy lo está siendo, con libertades, por la Monarquía. El solo dato de que el nombre de España pueda ser impuesto o depuesto del discurso público por la coacción social, según sea el régimen político, prueba la identidad coactiva de las dos falsedades nacionales de España: la franquista y la juancarlista.
Gracias a ellas se ha extendido la opinión de que España no es una realidad objetiva, que se puede ver, tocar y contar sino una idea subjetiva fabricada por el consenso de las clases dominantes, sobre un destino de pseudograndeza nacional o sobre un proyecto de pseudomodernidad regional. Como si el ser español, que es un hecho de existencia histórica y no sólo de experiencia generacional, tuviera necesidad de ser reconocido o negado por la circunstancia política, por la ausencia o la presencia de las libertades populares. Al parecer, España lo era todo antes, sin ellas. Y ahora parece que no es nada, con ellas.
Ambas falsedades ideológicas sobre el hecho nacional -la franquista y la juancarlista- obedecen a un mismo empeño político de identificar a España, mediante un consenso de los poderosos, con la fórmula de su poder en el Estado. Bien sea con la versión dictatorial de un destino histórico, o bien sea con la diversión oligárquica de un proyecto sugestivo. Ambos ideogramas amputan la realidad social y temporal de España, estampándose en cada una de las grotescas caras de esa falsa moneda nacional, fabricada con ilusas esperanzas y despropósitos morales, que las clases dirigentes acuñan y ponen en circulación para fomentar el miedo social sobre el que edifican sus bastardas ambiciones.
Moneda falsa que seguirá circulando mientras no tomemos la precaución de eliminar, con otras pasiones de orden superior, esas bajas pasiones de miedo injustificado y ambición desaforada que producen el más nefasto de los criterios humanos para ordenar la sociedad política por medio de la libertad: el criterio de que la libertad del Estado, el poder, se utilice para lo que en modo alguno debe hacer, es decir, para alterar la integridad social y territorial de la nación, o la de su propia historia; y el criterio de que la libertad ciudadana se prohíba para lo que más utilidad puede reportar a la sociedad, es decir, para constituir y destituir al poder político en el Estado.
Miedo, ambición y libertad. He aquí tres palabras cargadas de significados culturales y de emociones sociales, que deben ser depuradas de toda ambigüedad conceptual, para poder apreciar el verdadero sentido y la fiel exactitud de la idea expresada, con ellas, sobre ese torcido criterio político que ha dictado a los españoles la constitución de una oligarquía partidista en el Estado y la manipulación ahistórica de su realidad nacional.
El miedo colectivo, cuyo estudio era hasta hace poco tiempo un tabú entre historiadores y ensayistas, es una pasión universal muy distinta de la cobardía individual. Cuando el miedo de muchos está justificado por un peligro real, actúa de acicate y estímulo para todas las facultades mentales. La realidad del peligro impone siempre la necesidad de realismo en el pensamiento crítico y en la acción colectiva de defensa. Pero el miedo producido por una situación de peligro imaginario, largo tiempo entretenida en el espíritu público por la propaganda, dispara la fantasía social hasta el absurdo y embota las capacidades de percepción de lo real. Son las pesadillas de la mente, no los sueños de la razón, las que producen acciones monstruosas. La irrealidad del peligro determina siempre la irrealidad del criterio de conducta y la desproporción de las medidas adoptadas para enervarlo.
El poder establecido en el Estado pone en marcha este ciego mecanismo social, desencadenándolo con la propagación de un miedo injustificado, cada vez que un peligro real amenaza las bases de su legitimidad. Dicho de otro modo, cuando se propaga el temor social a un peligro inexistente es porque la clase o el partido gobernante están en peligro real de perder el poder. Y echando sobre el pueblo el miedo propio consiguen una nueva legitimación para seguir dominándolo. Esto sucedió al final de la dictadura, con la cínica propaganda de un peligro irreal de guerra civil, para justificar el consenso moral de la transición contra la ruptura democrática de la «dulce» tiranía. Y esto mismo vuelve a suceder ahora, con la propagación de conjuras imaginarias, cuando el régimen de la transición está en trance de perecer, porque sin riesgo alguno de guerra civil, ni de comunismo o fascismo, ha desaparecido el temor a la libertad política del pueblo, único motivo real del miedo que ha embargado a la clase dirigente española durante todo el siglo XX.
La ambición política es una pasión legítima, con total independencia de que vaya acompañada de egoísmo o desprendimiento personal, siempre que se desarrolle dentro de un fuero externo.
La ambición política requiere sujetarse, a causa de su evidente peligrosidad social, a un fuero especial definido por la coherencia entre la idea y la acción, entre lo que se dice y lo que se hace, y por la identificación de la ambición personal con la del grupo, clase, región o nación en cuya promoción se apoya. La bastardía de las ambiciones se delata a sí misma por el uso de la mentira, el más grave de los vicios políticos, y por la subordinación de los intereses sociales al cargo o estatus logrado por la ambición personal gracias a ellos.
En este sentido, todas las ambiciones políticas desatadas por el pacto fundador de la transición, sin excepción alguna, han sido ambiciones desaforadas. Ninguna ha sido legítima porque todas han tenido que romper, para prosperar, el fuero externo que las dignificaba socialmente. Las que salieron de la legalidad franquista tuvieron que renegar de los principios a que habían jurado lealtad. Y las que emergieron de la oscura clandestinidad pre-democrática abandonaron, de repente, todo lo que había dado justificación, durante décadas, a su dignidad política.
Basta constatar que la clase trabajadora se encuentra hoy más alejada del poder político y del poder social que cuando murió el dictador, y que el estatus de sus dirigentes ha subido, para saber que el Partido Socialista, el Partido Comunista y los sindicatos sacrificaron esos intereses sociales a la ambición personal de sus aparatos de entrar en el reparto patrimonial de los cargos y presupuestos del Estado, de los que han hecho su modo de vivir. Y todas las ambiciones se basaron, además, en la miserable mentira de la reconciliación nacional entre franquistas y demócratas para evitar una guerra civil imaginaria.
Con ese miedo infundado en la población y esas ambiciones desaforadas en la clase política es natural que el criterio de la transición haya sido: a) emplear la libertad del Estado para diezmar a la nación, base de la potencia popular, multiplicando los cargos a repartir entre las espurias ambiciones, y b) impedir que la libertad ciudadana pudiera ser usada para elegir y deponer a los gobernantes, imponiendo en el Estado un régimen de partidos oligárquicos, como si eso fuera la democracia. Una «democracia» que no puede elegir y controlar el poder del Gobierno, ni evitar la continua segregación de competencias del Estado para dar satisfacción a las ambiciones regionales. La desnacionalización de España y la corrupción del Estado de partidos están inscritas en ese veto de la Constitución a la verdadera libertad política de los ciudadanos, y en esa licencia concedida al Estado para modificar a su antojo la base nacional y el hecho histórico de España. Comparado con este daño incalculable, los perjuicios de la corrupción económica son despreciables.
La tarea de levantar esa prohibición constitucional de la libertad política a los ciudadanos da un fundamento actual a la causa democrática de la República presidencialista. Tratar de impedir que el poder del Estado pueda seguir decidiendo, en nombre de la libertad, sobre asuntos históricos excluidos de la voluntad de los gobiernos es la finalidad de la denuncia pública que hago del grave daño causado a la nación por la «estadolatría nacionalista», el «patriotismo de Constitución», el «patriotismo de Estado» y el «patriotismo de partido». Sentimientos bastardos que han suplantado, mediante un cínico consenso de traición a la causa democrática, el sentimiento español de la patria.
Desacostumbrados a la libertad, los españoles no han mirado el terreno que pisaban con ella. Y les ha sucedido que, creyendo estar liberándose de algo viejo, han permitido y festejado que los encadenen, con libertades sin tino, a la gótica costumbre de las servidumbres y vasallajes regionales. Porque hay cosas que nos vienen dadas sin libertad, como el oxígeno del aire que respiramos, y que podemos destruir con ella. Una de esas cosas es la nación. Difícil de definir pero fácil de identificar y de sentir. Sobre todo, cuando sufre. Y nadie podrá negar que España está hoy sufriendo, como nación, el gran malestar de su propia identidad existencial. Y lo más triste es que se trata de un mal innecesario, causado por la imprudencia de las ambiciones de la fronda partidista en el uso indebido de la libertad para lo que no es de su incumbencia.
Conviene, pues, empezar la reflexión sobre nuestra nación meditando acerca del escaso papel que ha desempeñado la libertad de los españoles en su nacimiento y conservación, y acerca del peligro que entraña el juego liberal de la oligarquía política con las realidades nacionales.
AGT