Cut and come again. George Dance, ca. 1768
«Un autor debe considerarse a sí mismo, no como un caballero particular que ofrece un banquete a los demás con gesto caritativo sino más bien como quien tiene una casa de comidas en la que todo el mundo es bien recibido a cambio de su dinero. En el primer caso, es de sobra conocido que el anfitrión ofrece la comida que a él le place y aunque ésta resulte indiferente, e incluso desagradable al gusto de sus comensales, éstos no deben encontrarle defecto alguno, sino que, por el contrario, su buena educación les obligará a aprobar y encomiar abiertamente todo cuanto se les presente. Lo opuesto ocurre cuando se trata del dueño de un establecimiento público. Las personas que tienen que pagar lo que comen insisten en que se dé gusto a su paladar por exquisito o caprichoso que sea; y si cuanto les ofrecen no les resulta agradable, no dudarán en hacer uso de su derecho a censurar, a lamentarse y a maldecir sin traba alguna la comida que se les ofrece.
Para impedir, por tanto, que sus clientes se puedan sentir ofendidos ante tal decepción es costumbre entre los hospederos honrados y de buen sentido, presentar una minuta que todos puedan consultar en cuanto hacen su entrada en la casa. De esta manera, enterados de la clase de comida que les espera, pueden quedarse y regalarse con lo que se les ha preparado, o salir en busca de otro establecimiento más acomodado a sus gustos.
Como no desdeñamos tomar prestado el ingenio o la discreción de cualquiera que sea capaz de proporcionamos una u otra cosa, hemos condescendido a tomar una cierta inspiración de estos honrados avitualladores, y así estableceremos no sólo una minuta general de todo cuanto va a ofrecerse, sino que además proporcionaremos al lector una guía particular de cada plato que haya de servirse en éste y en los siguientes volúmenes.
El manjar que aquí ofrecemos no es otro que la "naturaleza humana". No creo que mi sensible lector, por muy exquisito que sea en sus gustos, se sorprenda, se indigne o se ofenda por no haberle nombrado más que un solo artículo. La tortuga -como el concejal de Bristol, bien instruido en asuntos de comida, sabe por experiencia- contiene, además de la deliciosa gelatina que constituye un bocado exquisito, muchas diferentes clases de alimento. Tampoco el ilustrado lector puede ignorar que, en la naturaleza humana, aunque se designe con un solo nombre, existe una variedad tan prodigiosa, que antes daría fin un cocinero a todas las diversas especies de alimentos animales y vegetales del mundo que un autor consiguiera agotar tan extenso tema.
Tal vez los más delicados opongan a esto la objeción de que este plato es demasiado común y vulgar, porque no es otro el que constituye el tema de todas las novelas, cuentos, comedias y poemas que en el mercado abundan. Al sibarita le basta para rechazar muchas exquisitas viandas, tachándolas de comunes y vulgares, el hecho de que pueda encontrarse en los lugares más despreciables algo que se ofrece bajo el mismo nombre. Pero lo cierto es que la naturaleza auténtica es tan difícil de encontrar en los escritores como en las tiendas el jamón de Bayona o la salchicha de Bolonia.
Pero la gracia del conjunto reside, continuando con la misma metáfora, en el arte de cocinar del autor. Pope ha dicho:
El verdadero ingenio es saber aderezar lo natural;Lo que a menudo pensamos, sin acertar con su expresión.
El mismo animal que tiene el honor de que su carne se coma en la mesa de un duque, puede degradarse en otra parte, y hasta tener el infortunio de que alguno de sus miembros se exhiba colgado en el tugurio más inmundo de la ciudad. ¿Dónde, pues, se encuentra la diferencia entre el alimento del noble y del mozo de cuerda si no es en el aderezo, la guarnición y la presentación? De aquí que el uno provoque e incite el más lánguido apetito, y que el otro apague y sacie el más agudo y violento.
De la misma manera, la excelencia del alimento mental reside menos en el tema que en la habilidad del autor para bien aderezarlo. Espero, por tanto, que el lector se sienta complacido al advertir que, en la presente obra, hemos seguido fielmente uno de los más elevados principios del mejor cocinero que ha producido nuestra era, o acaso la del mismo Heliogábalo. Este gran hombre, como es bien sabido de todos los amantes del buen yantar, comienza presentando cosas sencillas a sus hambrientos huéspedes, elevándose después gradualmente a medida que los estómagos se van sintiendo repletos, acabando con los más exquisitos refinamientos de las salsas y de las especias.
Del mismo modo, ofreceremos al principio al aguzado apetito de nuestro lector la naturaleza humana en la forma más llana y sencilla en que puede encontrarse en el campo, para presentar después las platos aderezados en la forma más exquisita de la cocina francesa e italiana con la afectación y el vicio que las cortes y ciudades proporcionan. Y por este medio, no dudamos de que al lector le quedará un insaciable deseo de leer, del mismo modo que se supone que la persona que acabamos de mencionar ha inducido a comer a muchas otras.
Tras este preludio, un poco largo, no detendremos más el apetito de aquellos a quienes habiéndoles gustado nuestra minuta, deseen empezar a comer, y procederemos a servirles directamente el primer plato de nuestra historia.»
Henry Fielding. Tom Jones (Libro I, cap. 1). Trad. de María Casamar