Era una de esas tardes de junio en que el sol agosta la hierba. Entre los pastos secos del pedregal, los únicos islotes verdes eran las marañas erizadas de espinas de las aliagas (Genista scorpius, imagen). Sobre sus ramas se soleaban los insectos palo (Clonopsis gallica, en el centro de la foto), acechaban las mantis y permanecían quietas las chicharras, molestadas ocasionalmente por hormigas que subían a atender los escasos rebaños de pulgones que aún sobrevivían sorbiendo savia del lado en sombra de las vainas de semillas ya medio secas.
Había un silencio extraño, los saltamontes no cantaban, y en el aire en calma se escuchaba hasta el menor murmullo: el aleteo de un pájaro entre las encinas, el carraspear lejano de un sisón, el salto de algún mirlo sobre la hojarasca, y un crujido, casi inaudible, que se repetía irregularmente. ¿Acaso un nuevo insecto, cuyo canto aún desconocía? No me convenció la explicación, y el origen del crujido empezó a intrigarme. Parecía venir de un sitio distinto cada vez, y resultaba casi imposible de localizar. Al cabo de un rato, por casualidad, lo escuché justo a mi lado. Venía de una aliaga donde no había ningún insecto aparte de hormigas y pulgones. Entonces, ¿quién o qué cosa había crujido? De repente, ante mis ojos, una vaina de semillas estalló literalmente en el aire, lanzando el crujido y disparando los granos en todas direcciones. En pocos minutos estalló otra, y luego otra. Una de las vainas saltó hasta casi un metro de distancia de su lugar, y oí las semillas caer en la roca. Las busqué y encontré una patrulla de hormigas Messor recogiendo las abundantes semillas oscuras que las aliagas estaban soltando. Con cada semilla, las hormigas en realidad se estaban llevando una pequeña aliaga, un embrión de planta agazapado en su cápsula protectora. En aquella tarde, una lluvia de embriones caía lentamente sobre el pedregal, y muchos eran eliminados nada más llegar al suelo.
Con esta estrategia de aprovechar el calor del sol para hacer saltar sus semillas, las aliagas estaban alejando a su descendencia del arbusto progenitor, facilitando que las futuras aliagas pudieran crecer en un lugar con menos competencia por el agua, el suelo y los nutrientes. Al explotar sus vainas con los primeros grandes calores, en pocos días las aliagas quizá suelten tantas semillas que las hormigas no se den abasto para recogerlas todas, con lo cual algunas semillas podrían escapar de estos destructores diminutos. En cualquier caso, esa tarde comprobé que en la naturaleza merece la pena prestar atención incluso a la más mínima señal, porque puede ser la puerta para conocer una historia insólita.