Mientras escribo estas líneas veo el partido que juegan las selecciones de España e Inglaterra en el Benito Villamarín con motivo de una jornada más de la nueva Europa Nations League. Una satisfacción para un sevillano que a punto ha estado de acudir al campo para presenciar el encuentro, quizás por lo poco que se ha prodigado en los últimos años La Roja en esta tierra. Para encontrar la razón hay que remontarse a la era Clemente, al que no le sentaba bien la sinceridad en las críticas con las que el respetable acogió en más de una ocasión el mal juego de sus compatriotas. Todo ello en una época mucho más oscura de nuestra selección, no sólo por resultados sino por las intrigas institucionales que muchos se empeñan en revivir en los últimos tiempos como con la pelea Tebas - Rubiales.
Afortunadamente, el fútbol ha cambiado mucho desde entonces. En lo técnico, pues vivimos la época del ojo del halcón y sobre todo del VAR, que copa desde hace un par de años las conversaciones de futboleros de medio mundo. Pero también en lo que representa el fútbol en sí. Hablamos de las innumerables acciones que se llevan a cabo hoy en día para concienciar a todos los estamentos que rodean a este espectáculo y que sirven para recuperar la categoría de deporte. Algunas han girado en torno a erradicar el racismo de los terrenos de juego, una lacra que aún sigue pesando en el deporte rey. Otras se han centrado en poner el granito de arena en acabar con la pobreza infantil, aunque más simbólicas que otra cosa. De hecho, mientras transcurre el partido se puede leer en los luminosos publicitarios UEFA Foundation, división del organismo dedicada a cuestiones sociales.
Y claro, que con todos estos brindis al sol, tengas que ver cómo los hooligans destrozan tu ciudad por el mero hecho de jugarse un encuentro de selecciones... Y no hablamos de una ocasión puntual, es la tónica de cualquier visita inglesa con el fútbol como telón de fondo. Es cierto que se han tomado medidas para que los energúmenos no entren en los estadios, pero no es suficiente. Ni se evita así que todos accedan al estadio, pues depende de los antecedentes que tengan y de lo restrictivo de los controles, en ocasiones irrisorios. Ni se acaba con la violencia que rodea al acontecimiento en sí. De hecho, muchos, los peores, viajan sin entrada y basan su periplo en desatar su carácter allá por donde pillen. Tampoco es una cuestión de gente mayor, puesto que la locura se transmite a las nuevas generaciones, que también participan de este hábito.
Por todo ello, la solución a un problema endémico para el fútbol inglés se antoja bastante complicada. Las medidas coercitivas no funcionan y elevar el control a las terminales de llegada de los aeropuertos sería inane igualmente. ¿Qué queda entonces? La educación. El lento proceso de transformar la mentalidad de estos aficionados para que poco a poco vayan sintiendo vergüenza de los censurables comportamientos realizados por sus compañeros de grada. No hay otra solución a la vista. Además, para que tenga impacto ha de ser secundada por todos los actores implicados en este deporte, desde los futbolistas hasta los directivos, muchas veces tibios ante los violentos.
Sea como fuere, los que amamos el fútbol y los que no, los simples habitantes de las ciudades que albergan los partidos, no merecemos estos comportamientos. Nos deben seguir sorprendiendo negativamente, no podemos anestesiarnos ante su recurrencia. Si no, viviremos situaciones en el fútbol infantil como las que también hemos podido constatar últimamente en el eje de la violencia. Ese es el verdadero caballo de batalla del fútbol en nuestro tiempo y no la tecnología para rearbitrar u otras cuestiones de relleno. Pongamos nuestro granito de arena en ello y que el fútbol vuelva a ser un deporte y no una pelea constante.
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