Revista Religión
¿Quién de nosotros no ha experimentado esa lucha sufrida e inacabable contra los «malos pensamientos»? ¿Quién de nosotros no ha sufrido la humillación y la vergüenza de verse dominado por sus pasiones y caer como los peores pecadores? ¿Quién no ha sentido como san Pablo ese «aguijón clavado» que molesta y hace perder la paz? (cf. 2 Cor 12, 7). ¿Quién no ha dicho como él: «Soy reo de mi cuerpo, estoy vendido al pecado, que ni siquiera hago el bien que quiero sino el mal que detesto» (Rm 7, 14-15).
¿Y cuántas veces nos hemos hecho santos propósitos de pureza y castidad sin obtener los resultados que esperábamos? Hemos jurado a Dios y a nosotros mismos librar tenazmente la batalla y luchar por la santidad y sin embargo, no nos ha quedado más que esa sensación de estar sumergidos en un pantano en el que por tratar de salir nos hundimos más.
¿Es que estamos llamados al fracaso? ¿Es la pureza y la castidad un ideal imposible? ¿Es que debemos desanimarnos y decir así nada más que no somos ángeles? ¿Cómo afrontar la batalla contra los malos pensamientos?
Los grandes santos y maestros de espiritualidad nos han dejado como herencia una sabiduría inspirada que nos ilumina a la hora de afrontar las tentaciones. Con mucha humildad debemos aprender de los hombres de Dios, que decidieron librar estos combates contra este enemigo invisible e invencible, y adquirir la santa paciencia.
«Se cuenta de un monje que había clamado a Dios y que Dios le había retirado las pasiones de modo que se había vuelto impasible. Fue entonces con un sabio anciano y le dijo: “Gracias a Dios me veo tranquilo y sin luchas”. Le dijo entonces el anciano: “mejor es que vayas y ruegues a Dios que vuelva a ti la lucha y tengas los combates que tenías antes y también humillaciones, porque el alma obtiene gran provecho de los combates. Rogó entonces el monje para que volvieran a él las luchas y no volvió a pedir a Dios que se las quitara, sino que decía: “Señor dame paciencia en los combates”.»
¿Contra quién luchamos?
En general, todo pensamiento que nos aparta de Dios es un «mal pensamiento». Sin embargo, popularmente cuando alguien habla de tener «malos pensamientos» se entienden esas tendencias pecaminosas en la línea del sexto y noveno mandamiento: no fornicarás (tener relaciones sexuales fuera del matrimonio, incluyendo el adulterio) y no desearás la mujer de tu prójimo. Al decir que tenemos «malos pensamientos» en realidad queremos confesar esa serie de imaginaciones y fantasías locas que vienen a nuestra mente, que nos apenan y avergüenzan.
Un cristiano que se apresta para seguir al Señor deberá considerar este molesto y peligroso enemigo. Los malos pensamientos «como los mosquitos», aparecen como poca cosa o hasta inofensivos. Sin embargo, su peligro está en que no nos dejarán en paz, poco a poco irán venciendo nuestras resistencias interiores hasta derrotarnos por cansancio. Esa es su táctica y jamás debemos menospreciarla.
Es común que el hombre idealista que anhela la santidad vea los malos pensamientos como un verdadero tormento. Cree que al verse libre de pasiones y malos impulsos podrá vivir más unido a Dios y «ser como un ángel», una criatura tan espiritual que no sea jamás angustiado por los vientos mundanos.
Lo cierto es que todos los hombres nos enfrentamos a nuestra propia concupiscencia que se manifiesta como una inercia constante hacia el pecado. Por eso, a donde quiera que vamos llevamos esta guerra contra nuestro propio cuerpo que es, en cierto sentido, «nuestro enemigo». Es común que los hombres de Dios realicen constantes penitencias con el fin de tener a su cuerpo dominado. En cierta ocasión se le preguntó a un santo ermitaño por qué se aplicaba tan grandes y pesadas penitencias y el contestó: «Mi cuerpo me mata a mí, yo lo mato a él».
Los primeros cristianos consideraron esta lucha, como un «cuerpo a cuerpo» con los demonios que representaban las riquezas, la glotonería y los placeres. Por ello, siguiendo el ejemplo del primer santo eremita san Antonio Abad se iban al desierto para que, como Jesús, pudieran vencer las tentaciones por la oración y el ayuno.
Hay que tener ideas claras
Dice la psicología que las ideas llevan a los actos. De ahí que debemos estar luchando constantemente para rechazar los malos pensamientos. Por ello, la primera batalla que enfrentamos en nuestra guerra contra el pecado se libra en el terreno de la mente. Si no logramos vencer los malos pensamientos éstos toman la fuerza para transformarse en actos que encienden la pasión que ciega al alma hasta arrastrarla al pecado.
Es claro que para que haya pecado es necesario que haya una voluntad de pecar. Una cosa es tener tentaciones y otra caer en ellas. Así, por ejemplo, cuando yo supero un mal pensamiento que cruza por mi mente no he pecado, todo lo contrario, realicé una acción meritoria que fortalece mi voluntad. En cambio, cuando empiezo a consentir y recrearme con ese mal pensamiento, debilito mi voluntad, exponiéndome a caer en acciones graves.
Siendo así, el hombre no tiene otro camino que enfrentar durante toda la vida constantes y duras tentaciones. Jamás le debe pedir a Dios no tener tentaciones, pues el alma crece mucho en las pruebas, rechazarlas equivaldría a rechazar las oportunidades para crecer en las virtudes, en especial, la humildad y la paciencia.
«Luchar» es la palabra
Dios dotó al hombre de una gran capacidad para sentir y comunicar afectos e impulsos, por medio de los cuales se relaciona con los demás y enriquece su propia vida. Los sentimientos y pasiones debe considerarse siempre positivos como una riqueza personal. La misma atracción sexual, por poner el ejemplo, como impulso, en un primer instante es positiva, nos acerca a personas del sexo opuesto a las que vemos como un complemento.
Sin embargo, estos sentimientos y pasiones cuando no están gobernados por la inteligencia suelen llevar a las personas a la destrucción. Por ello, el hombre iluminado por la inteligencia debe hacer uso de su voluntad para hacerse dueño de su persona y no dejarse arrastrar por estas tendencias que, aunque sean gustosas y placenteras, nos apartan del camino de realización humana.
Podrá no gustarnos la palabra «mortificación» o quizás parecernos anticuada, pero lo que significa es cosa importante y siempre actual: «combatir y dar muerte» a los apetitos carnales. Esa es la verdadera rebeldía cristiana, aquella que se rebela a esos instintos que acosan a hombres y mujeres.
San Pablo en su Segunda Carta a Timoteo 1,7 nos dice: «Dios no nos dio un espíritu de cobardía, sino el de poder y amor y de dominio propio». Tan pronto como advertimos la cercanía de un peligro volvamos a Dios. Es el momento de lanzar una jaculatoria y de rezar fervorosamente para que Dios en su misericordia nos dé la fuerza y la gracia para poder triunfar. La oración es siempre la mejor arma.
Un monje de la antigüedad hace esta comparación: «Soy como un hombre sentado bajo un gran árbol y que ve venir contra él muchas fieras y serpientes y, como no se les puede resistir u oponer, sube al árbol y se salva. Del mismo modo, sentado en mi celda veo los fieros pensamientos que vienen contra mí y que no podré vencer, entonces trepo por el árbol de la oración donde está Dios y me libro de todos mis enemigos».
Es fundamental adquirir la costumbre de reaccionar rápido ante las tentaciones. Esto es posible cuando llevamos una intensa vida espiritual y nos mantenemos siempre en constante actividad. Las tentaciones pueden menos cuando la persona es activa y tiene la mente ocupada. «La mente distraída es el juguete del diablo».
La clave del triunfo: la humildad y la santa paciencia
Un apotegma de los Santos Padres refiere:«El monje Moisés hacía grandes penitencias para dominar los movimientos de lujuria y para eliminar las imaginaciones de la fantasía que entenebrecían el alma. Permaneció seis años en su celda pasando noches enteras de pie y rezando asiduamente. Sin embargo, no lograba aquietar sus concupiscencias y sus fantasías. El abad Isidoro le dijo que mitigara su ascesis y que Dios le había dejado sus malas pasiones para que no cayera en el orgullo de pensar que él por sus propias fuerzas había vencido el mal. Moisés obedeció y desde entonces cesaron sus malos pensamientos y llegó a ser ordenado sacerdote.»
Este ejemplo de la antigüedad nos revela que el premio del combate finalmente es la humildad y la santa paciencia, virtudes fundamentales para perseverar. Sin ellas, el cristiano se desanima y desespera pensando que la pureza y la castidad son ideales inalcanzables. El objetivo de la auténtica espiritualidad cristiana no es la ascética ni la mortificación sino ser agradables a Dios en la pobreza, experimentando su misericordia infinita.
Es un signo de madurez cristiana reconocer que la virtud que logramos, fruto de nuestro esfuerzo y sacrificio no siempre es lo que Dios quiere. La virtud es un camino que esconde muchas trampas; es común caer en el orgullo y amor propio al pensar que hemos vencido las tentaciones porque somos buenos; o quizás la presunción de pensar que nosotros somos mejores que otros. El astuto Demonio nos saldrá al paso para ponernos la vieja trampa que puso a nuestros primeros padres: «serán como dioses», y en la nube de ese sueño de santidad, nos preparará una dolorosa caída de la que nos costará levantarnos.
La humildad, la primera de las virtudes es el camino de la victoria. En las luchas encarnizadas «cuerpo a cuerpo» contra los malos pensamientos, reconoce siempre tu debilidad y limitación, ello te abrirá a la Gracia. No quieras ser un ángel impasible, ponte mejor el ideal del hombre luchador que tiene que enfrentarse a las fuerzas incendiarias del enemigo armado con la armadura de Dios (cf. Ef 6, 10-18)
Por Daniel Barrera, msp
Revista "Inquietud Nueva"