Perugia, julio de 1294 – Gaza, julio de 2014
(viene de) El sol ya crepuscular caía a plomo sobre la pequeña ciudad, derramándose sobre nuestras cabezas como los bombardeos que, por tercera vez en un lustro, tendrían lugar sobre Gaza 720 años después. La lucha que yo estaba protagonizando, o más bien sufriendo, era casi tan desigual como aquella, pero no tan cruenta ni tan soberanamente injusta, pues yo no era más que una simple mercenaria a quien nadie en el mundo echaría de menos, sin familia que me llorara, sin amigos que lamentaran mi muerte. Mi desaparición no cambiaría el curso del mundo, ni la de miles de inocentes palestinos tampoco, desgraciadamente. Pero la suya, la de esas pobres víctimas, la mayor parte de ellos niños, condenados por la codicia, la cobardía, y el ansia de poder, sí merecería hacerlo. Sí merecería que el curso del mundo cambiara. Que los poderosos, los psicópatas, los que han llegado a ser poderosos porque no son más que psicópatas, por una vez, fueran derrotados…
Vana ilusión.
En estos pensamientos me hallaba inmersa cuando los primeros atacantes se abalanzaron contra mí y, de pronto, sentí que el miedo desaparecía. O, para no exagerar, al menos disminuyó sensiblemente: era el momento de la verdad y los siniestros tintes con que se me habían coloreado aquel combate desigual cedieron para dejar paso al ansia de supervivencia, que siempre suele venir teñida del color verde de la esperanza, el color verde de las marismas que acunaron mi escasamente feliz infancia… El mar Mediterráneo al sur de Barcelona, donde yo me crié, era del mismo color turquesa que el mar Mediterráneo de Gaza, la última cosa que vieron aquellos niños asesinados en una playa palestina mientras jugaban al fútbol, mar arena deporte amistad alegría y después muerte… ASESINADOS, que no muertos, aunque se suponga que solo los israelíes, los norteamericanos, los holandeses, los ciudadanos del primer mundo, los garantes del sistema pueden ser asesinados. A pesar de que estaba acorralada, tras una maniobra de distracción pude refugiarme un par de metros más allá, en un portal, donde sería imposible que entraran más de tres guardias a la vez (flaco consuelo), pues era evidente que mis enemigos pensaban en aplicar en esa lucha las leyes de la caballería y enfrentarse conmigo de uno en uno. Pero ya el primero, un auténtico mastodonte, me acometía con un mandoble destinado a partirme por la mitad. Maldije, porque la pared que amparaba mi espalda y hacia la que mi contrincante quería aplastarme también dificultaba mis movimientos, pero pude agacharme a tiempo y clavarle mi espada, corta, adecuada a mi altura, en la pantorrilla, lo que le hizo perder el equilibrio y caer sobre los atacantes de atrás, desconcentrándoles momentáneamente. Sin embargo, el que tenía a mi derecha aprovechó para descargar un golpe de arriba abajo hacia mi cabeza que, al desviarme yo, a punto estuvo de separarme el brazo del cuerpo a la altura del hombro, aunque solo logró arrancarme unos milímetros de carne; no sé cómo, pude levantar la extremidad levemente herida, con la ayuda de la otra, e incrustarle el pomo de mi arma en la garganta. Pero el tercero en discordia, el que venía por mi izquierda, aprovechó mi distracción para enviarme un estoque directo al estómago, que debido a que mi anterior movimiento me hizo deslizarme al otro lado solo se clavó en mi costado. De todas maneras, no importaba: comprendí que aquel golpe había sido el definitivo. Me invadió un terrible presentimiento acerca de mi supervivencia, o mejor, una amarga certeza, y resbalé el poco camino que me quedaba hasta el suelo, aullando de dolor. Mientras tanto, él y dos más que entraron en su pos, tras recoger a sus bajas, se prepararan para rematarme, tomándose su tiempo para mayor sufrimiento mío. Pero una voz, de pronto, irrumpió entre mis jadeos y sus exclamaciones de triunfo.
-¿Se puede saber qué está pasando aquí?
Aquella penosa pronunciación en italiano era inconfundible. Guillaume siempre presume de hablarlo a la perfección, pero en realidad parece un españolito del siglo XXI en viaje estival a tierras exóticas, si cambiamos el idioma de Dante por el de Shakespeare: eso cuando los españolitos podían viajar, y no tenían que invertir el dinero de las vacaciones en alimentar a sus hijos desnutridos. Mis atacantes se volvieron hacia él, desplegándose hacia los flancos, y yo pude verle enfrentado a mi antiguo jefe, que al parecer había estado tan atento a presenciar mi ejecución multitudinaria que no le había visto llegar.
-Vaya, mi señor de Nantes. Sabía que acabaríais por aparecer –mis adversarios se volvieron hacia el visitador, rodeándole como habían hecho conmigo; tuvo tiempo de enviarme una mirada de angustia. Yo intenté sonreír con complicidad, para demostrarle, no sé si con éxito, que mi herida era menos grave de lo que parecía: él necesitaba toda su fe en aquel momento. Pero, ¿por qué no le acompañaban los gemelos? Era obvio que debería de haber desde lejos reconocido los colores de mi viejo señor y ahora renovado enemigo, e imaginarse que debería estar sucediendo algo parecido a lo que estaba realmente estaba sucediendo, y sin embargo no había recabado la ayuda de los ingleses que seguramente aún estaban a su lado. ¿Acaso había priorizado la misión a su seguridad y, lo que era peor, a mi seguridad? Pues tenía toda la pinta. Lo que significaba que estábamos jodidos. Aunque en realidad yo ya lo estaba de antemano.
-Llamadme Guillaume. Ya sabéis que renuncié a mis títulos cuando entré en el Temple –me miró con preocupación y se volvió hacia él con una rabia sorda-. Traidor malnacido, ¿qué habéis hecho? Llevadla ahora mismo a que la vea un médico si no queréis que caiga sobre vos toda la furia de la Orden. Y después, vos y yo hablaremos de vuestra felonía.
Su interlocutor se carcajeó.
-¿La furia de la Orden? Ella no forma parte de la orden. Tan sólo es una mercenaria. A nadie le importará que viva y muera. Mejor dicho, para todo el mundo estaría mejor muerta. Nadie la echará de menos. Nadie hablará de ella cuando esté cubierta de tierra.
Vaya. Al menos en algo éramos de la misma opinión. Desde luego, yo no soy una de esas imprescindibles de las que hablaría Brecht, más bien todo lo contrario. Afortunadamente, existen.
-Y aunque a vosotros os importe –continuó-, solo sois una minoría y no podréis hacer nada. Os veréis abocados a la impotencia, mientras el cardenal Gaetani gobierna la cristiandad y Aragón lidera la cruzada definitiva, mientras vuestra influencia y poder se marchita en el crepúsculo. Y –señalándome- nunca la encontraréis, ni podéis demostrar que está en mi poder. Y cuando se descubra su cadáver… Culparemos al los sarracenos, a los castellanos, a los franceses… a quien nos interese en cada momento. Y presentaremos pruebas al respecto –sí. Y harán callar a quien proclame lo contrario, callar con muerte o alejamiento, con esa censura que creemos típicamente medieval y que no se entiende en el siglo XXI, pero sucede, sucede… Todos los misiles que derriban aviones de naciones que, casualmente, se oponen a sancionar a los países que se oponen al sistema, son siempre derribados por terroristas, y no por los democráticos golpistas que detentan el Gobierno en Kiev, donde no es la primera vez que se han empleado atentados de falsa bandera en este conflicto. La herida dejada por la muerte de tres adolescentes israelíes solo la cierran centenares de muertes palestinas… El fanático noble continuó, bajando la voz con un odio que fingía traslucir tristeza–. Además, vos ni siquiera estáis aquí oficialmente como templario…. Es curioso: tanto ella, tal como vos, podíais haberlo tenido todo, pero ambos lo rechazasteis. Y ahora el ostracismo será vuestro futuro –hizo una señal a sus hombres–. Sujetadlo.
Los esbirros se lanzaron contra mi compañero de aventuras que, aunque se defendió con ímpetu, pronto fue desarmado e inmovilizado. Mi única esperanza se había disuelto: Gonzalo y Manfredo estaban en una taberna en la que se suponía que unos mercenarios que podían conocer a Esquieu habían quedado para jugar una partida de dados, y la buena gente de Perugia, demasiada acostumbrada a los altercados que había traído el cónclave, seguramente habrían puesto pies en polvorosa al ver el tumulto. Yo apretaba el agujero por donde se me escapaba la sangre, y la vida, pero era cuestión de minutos que me desangrara. Guillaume me miraba con una rabia feroz y una congoja agónica, tan impotente como los justos ante la injusticia, como todos aquellos que, cobarde o infructuosamente, miran desde lejos cómo se desangra Palestina, cómo se destruye Ucrania. El hijo de puta que nos había atrapado ordenó a sus hombres.
-Lleváoslo. Dadle una buena lección y abandonadle lejos. Podéis cortarle alguna parte del cuerpo no demasiado imprescindible y así rematar el trabajo, eso lo dejo a vuestra elección –se dirigió a Guillaume-. Cuando volváis, si es que lo conseguís, encontraréis a vuestra querida amiga muerta o desaparecida, y a vuestros compañeros, el florentino y el sevillano, habiendo corrido una suerte parecida. Y no creáis que los dos ingleses culminarán la misión: he hecho que los sigan.
O sea que el maldito cabrón llevaba espiándonos desde nuestra llegada. Nada de lo que habíamos hecho había servido de nada: Esquieu seguiría libre, el papa elegido acabaría siendo abducido por el monarca francés o por el aragonés (que era como elegir entre el PP y el PSOE), la Orden y lo poco bueno que en ella existía peligraría, y yo moriría antes de poder pedir perdón, ni siquiera despedirme… El único consuelo que me quedaba era que tal vez Pietro di Morrone, la supuesta salvación, no sería, a diferencia de lo que pensaba Guillaume, ni Podemos, ni Guanyem Barcelona ni Izquierda Unida, en el caso de que alguna de esas opciones fuera positiva, cosa que en la que no tenía puesta todo mi fe a pesar de que las lealtades hacía mis compañeros, tanto en la Edad Media como en el siglo XXI, me habían llevado a apostar por determinados caminos… Y entonces, no importaría que no lo consiguiéramos: todo seguiría como siempre y, también como siempre, mi destino sería el de los pobres, el de los desheredados, el de los inocentes que creen que puede cambiar el mundo. Nunca habría debido esperar otra cosa, nuestro sino estaba escrito desde antes que no naciera. Yo, a pesar de todos mis defectos, desaparecería, como progresivamente desaparecía todo lo que era sencillo, auténtico y solidario sustituido por lo artificial, falaz y alienador, porque, como esas cosas sencillas, auténticas y solidarias, yo, una asesina pendenciera y de malas costumbres, también era una desgraciada.
Pero ya arrastraban a Guillaume lejos. Tuve tiempo de oírle decir:
-¡Sé fuerte, Eowyn, sé fuerte! ¡Sé fuerte y te salvarás!
Sé fuerte… Yo no tenía ganas de ser fuerte. Todo se había perdido. Solo tenía ganas de rendirme, de aceptar mi destino.
Y, sin embargo…
Y, sin embargo, algo me impelía a luchar aunque no sirviera de nada. Algo me decía que aquel no podía ser el de mi muerte, que necesitaba arañarle a la existencia una oportunidad más de ser la mosca cojonera del sistema: algo tan nimio, y tan importante, como eso. Tal vez no tenía fuerzas para seguir luchando pero, mira por donde, tampoco el más mínimo deseo de dar la razón a mis enemigos.
Claro que quizá no era yo quien podía decidir.
Y, sobre todo, estaba decidida a que nadie volviera a aprisionarme nunca más.
(sigue)