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La lucha por la república

Por Peterpank @castguer

La lucha por la república

Si durante el franquismo, incluidas sus últimas etapas, todos los anti-franquistas, pese a los contactos de algunos con Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII, se declaraban republicanos y en lucha por la república, algunos contactos de tanteo, que constituyeron una premonición de lo que pasaría tras la muerte de Franco, daban ya que pensar. Todos republicanos, sí, ¿pero?

Sectores más o menos despegados de la dictadura sirvieron de puente. Areilza, Ruiz Jiménez, la familia Garrigues (representantes de los intereses de los Rockefeller en España), algún sector eclesiástico y hasta Fraga Iribarne de una u otra forma establecieron contactos, directos o indirectos, ya sea con el PCE o con unos u otros sectores socialistas, cuando no con ambos. Se especuló con la opción del citado Juan, padre del ya príncipe y heredero oficial de Franco, Juan Carlos de Borbón. Pero las presuntas garantías democráticas del padre las cumpliría pronto el hijo que contaba, además, con la aceptación del conjunto franquista (aparte pequeñas tensiones más debidas al factor humano que a intereses de clase diferenciados).

La derecha siempre fue monárquica, pero la izquierda de la transición fue la base principal de la monarquía juancarlista Y así llegamos, tras la muerte del tirano, a la llamada Transición: todos quieren cambiar y todos tienen prisa por cambiar; sobre todo, curiosamente, aquellos que desean que todo siga igual. Ganar la guerra era la clave para ganar la transición. Los ganadores del 39 seguían, lógicamente, teniendo firmemente la sartén por el mango, pero no cabía duda de que tenían problemas de todo tipo y todos graves (económicos, institucionales, de aceptación internacional), lo que les imbuía muchas, muchas prisas por resolverlos o, al menos, reencauzarlos en y a través de instituciones más o menos democráticas.

No se podía, como se llegó con el PSOE de González, reestructurar todo el tejido industrial español con sus consecuencias de tres millones de parados en condiciones de dictadura; no se podía regalar billones de pesetas a la banca para su modernización, en condiciones de dictadura; no se podía pedir congelación salarial y aumentos acelerados de productividad (Pactos de la Moncloa) en condiciones de dictadura; ni tampoco desestructurar el mercado laboral facilitando los despidos en masa y un largo etcétera, todo lo cual exigía dar algo a cambio: las libertades de reunión, asociación y organización, por lo menos, y, en principio, en determinados partidos de confianza (PSOE y PCE). Además, la derecha franquista no podría nunca llevar a cabo esas tareas así como el encuadramiento de España en la OTAN sin que peligrase la estabilidad general del sistema, hostigado por las organizaciones revolucionarias a la izquierda del PCE nacidas en los años sesenta, por no hablar de las nuevas generaciones de independentistas vascos, catalanes o gallegos que venían pugnando, en algunos casos con un apoyo popular masivo.

La gestión de los problemas citados y de las labores del gobierno en general, lo sabía muy bien la oligarquía financiera española y el resto de poderes reales (militar y eclesiástico), debía compartirse, debía de abrirse a los nuevos colaboracionistas, a los nuevos monárquicos; aun más, la gestión de los temas más delicados debía dejarse en manos de un PSOE crecido ya y convertido en el eje político fundamental sobre el que pivotaría la monarquía. Sin el PCE, en primera instancia, para contener y encauzar la calle en los primeros momentos de entusiasmo popular, y sin PSOE jamás se habría restaurado la monarquía en España. Una dulce monarquía, sobre todo para el PSOE, a cuya sombra se han enriquecido y han pasado al club de los vencedores las diferentes cúpulas socialistas.
No es afirmación gratuita la que muchos elementos de la derecha repiten en sus encuentros privados: La monarquía en España se mantiene porque lo quiere la izquierda. Una afirmación obvia, desde luego, pero que he tenido el gusto de oír, siempre en privado, en boca de significativas figuras de la derecha más acendrada.

La clave de la transición o transformación del franquismo, una transformación que ya había sido preparada por el propio Franco, tenía nombre: la monarquía juancarlista. La monarquía recuperada por Franco fue el modelo de Estado indiscutible e indiscutido que se impuso y se aceptó por el PCE, por el PSOE y por la mayoría de los nacionalismos democrático-burgueses periféricos (PNV, CiU, etc.) Hubo contactos, y muchos, para negociar y delimitar qué y cómo habría de ser la monarquía y sus reglas.

Así se aclaró qué cambiar exactamente para poder mantener intactos los mismos poderes reales y, al mismo tiempo, ampliar la base social de la dictadura y ampliar sus posibilidades de gestión, mediante la incorporación a la misma de los partidos de la oposición que aceptaban ya la salida monárquica. Se trataba de abrir las puertas del club de los poderosos a los nuevos gestores.

No hay maniobra fiable por arriba sin apoyo social por abajo.

La oferta para que el anti-franquismo aceptara la transformación de dictadura a monarquía fue clara y atractiva: enriquecimiento y poder de gestión; es decir, poder de gestión para enriquecerse; y, subsiguientemente, entrada en el club de los poderosos, de los vencedores, y formar, amalgamados en los pasillos y bar del Congreso, la misma clase política dedicada al saqueo del dinero público, el deporte favorito de todos los clanes franquistas.

Una oferta a la que no se podían negar ni se negaron; al fin y al cabo, uno está en la política por amor al poder y al dinerito, el resto es propaganda electoral.

La transición fue el momento más débil de la Monarquía y fue el momento que más apoyos consiguió de la izquierda colaboracionista (PSOE – PCE), en función de un sentido nacional-nacionalista de la situación.

Algo así había ocurrido tras la II Guerra Mundial en países como Francia e Italia: las izquierdas (partidos comunistas en especial) optaron por la salida de unidad nacional, capitaneada por De Gaulle en Francia o por la Democracia Cristiana de De Gasperi en Italia, frente a cualquier salida progresista o revolucionaria. Ya entrados en el siglo XXI, con la corona consolidada, el republicanismo repunta, con algún problema de hostigamiento policial y judicial no demasiado significativo, como una opción más de la mano, entre otras, de alguna de las siglas que la apoyaron en sus momentos más difíciles. ¿Retornarán tales siglas a apoyar a la Monarquía, en otros eventuales momentos difíciles? ¿Se busca, quizás, una república capitaneada, como la monarquía en la transición, por los mismos poderes reales? Ahí está la experiencia histórica, que cada cual se responda.

Pero es el caso que existe un republicanismo posibilista y en ciernes en el seno del actual régimen, que se plantea la eventualidad de una república producto de un pacto parecido e igual de ¿sensato? que el que dio origen al acuerdo constitucional de 1978, sobre la base de la aceptación de la monarquía heredada de Franco.

En tal sentido, pudimos leer el pasado 6 de diciembre de 2008, en el diario monárquico EL PAÍS que: La voluntad de establecer una sociedad democrática avanzada, que declara el preámbulo de la Constitución, aconseja caminar en una dirección republicana. Pero esa empresa requeriría unas fuerzas políticas tan maduras y cuerdas como las que pilotaron la tarea constituyente.


República: ¿qué sentido y qué contenidos?

Lo que nos hace plantearnos que las fuerzas políticas que pilotaron aquélla nave son las mismas que hoy pilotan el estado monárquico y no parecen muy inclinadas a una democracia avanzada. Por cierto, ¿qué es exactamente eso de una democracia avanzada? y ¿en qué sentido es incompatible con la actual monarquía? No vendría mal aclararlo, pues creemos que en tal aclaración está la avellana de una alternativa republicana.

Todos estos elementos existen hoy y están actuando. Si, por ejemplo, el PSOE hizo posible la entrada de lleno de España en la OTAN; ese mismo PSOE, base fundamental de la monarquía, pudiera ser la clave, llegado el caso, de una república al gusto de los poderes reales en España y fuera de España.

En 1983, siendo jefe de gobierno, F. González declaró al periodista inglés Robert Graham que el PSOE no era republicano, sino accidentalista en cuanto al modelo de Jefatura del Estado. Es decir, que para él la república no era sino un mero accidente que sólo tiene que ver con la titularidad en la Jefatura del Estado. Nada más allá, nada diferente en cuanto a todo lo demás. Extremo a meditar, pues si la república no va a significar otra cosa que el cambio en la titularidad de la Jefatura del Estado no puede decirse que sea capaz de despertar demasiados entusiasmos. Plantear así las cosas era muy propio de González, accidentalista monárquico hasta los tuétanos y muy en su papel de minusvalorar hasta extremos meramente de etiqueta la cuestión republicana.

Por otro lado, sin embargo y por ejemplo, la crisis económica podría facilitar el avance de un republicanismo democráticamente avanzado pero, desde luego, no lo está haciendo; al menos, no de manera mínimamente apreciable. Se ha perdido el sentido de que las crisis son una oportunidad para cambiar y no un momento de “unión nacional” para salir de ella a costa de los de siempre, que es, justamente, lo que está ocurriendo.

Quizás, en este sentido, no vendría mal reflexionar sobre qué práctica política y qué objetivos políticos se propondría una tercera república.

Me preguntaba un amigo, a modo de broma, pero no tan broma, si una república mantendría los parquímetros, porque caso de hacerlo a él le daría igual. También me preguntaba sobre las relaciones Iglesia Católica-Estado español; ¿seguirán los privilegios de una confesión históricamente nefasta? ¿privilegios en la educación, privilegios económicos, privilegios políticos… ¿Seguirá la carcundia católica dominando las calles cuando le pete, despreciando las normas democráticas de convivencia y convirtiendo en problemas políticos lo que no ha de salir del ámbito de las conciencias?

Una carcundia, por cierto, supersticiosa y medievalista que está presente con fuerza en dirigentes del PSOE como ese tal Bono, pintoresca supervivencia filo-clerical donde las haya. No es un problema fácil que pueda resolverse con una línea o una palabra (laicidad) escrita en un programa supuestamente progresista. Hay católicos, y muchos, en España, con los que no es difícil dialogar en el terreno social y hasta político, pero también hay católicos ramplones, de escapulario y misa, de supersticiones muy arraigadas y hasta no pocos jóvenes fanatizados, que constituyen un problema social y humano a desentrañar con paciencia y resolver sin traumas. Un problema que la misma esencia monárquica y constitucional (constitución confesional) no hace sino añadir dificultades para su resolución democrática.

Una república no es una cuestión de mera imagen, de quitar una familia de parásitos y poco o nada más. Se trata, y tenemos tiempo, de debatir sobre contenidos. Contenidos que tienen que ver con lo que entendemos o no entendemos por democracia, con lo que entendemos o no entendemos sobre control político permanente de los electores sobre los elegidos, de acabar con el aforamiento de los diputados y senadores (un privilegio que echa por tierra la igualdad ante la ley de todo los ciudadanos); de lo que entendemos o no entendemos por reformas democráticas en la estructura económica del país y en su sector financiero, y un largo y espinoso etcétera que supera y plantea en términos diferentes los discursitos que se recitan de carrerilla sobre lo sostenible, lo ecológico, la igualdad de derechos y otros recitados obligatorios en el profesionalismo político institucional que, a base de tanto repetirlos como enunciado, todo el mundo cree saber de qué se trata, pero que quedan en una nebulosa y, en la mayoría de los casos, en pura patraña electoralista por parte de todos, a la espera de otros cuatro años para elegir a los mismos o a otros que hacen esencialmente lo mismo y que olvida plantear seriamente el cómo, cuándo y de qué manera, lo que exigiría la previa de establecer las bases de una democracia de otro tipo, no perfecta, pues nada hay perfecto, pero sí más avanzada en cuanto a unas leyes y procedimientos específicos de control ciudadano que sean ejecutivos y no meramente líricos. Una democracia que, para serlo, se cuestione el poder real de unos pocos y la necesidad de aumentar el poder real de la mayoría.

Una república que plantee dar pasos hacia un sistema de menos política electoralista y menos estado burocrático a cambio de más sociedad, más intervención social y más control social.

La pensadora francesa Simona Weil dijo en 1943 que no le importaba demasiado cómo se elegían a los autodenominados representantes del pueblo, pero que sí le interesaba y mucho cómo se les controlaba. En esto, el aforamiento, por ejemplo, es un factor determinante de impunidad y corporativismo político inadmisible en una democracia medianamente seria. Por poner un ejemplo, vamos, de algo que ningún diputado (por la cuenta que le trae) ha planteado y que un republicano debería plantearse. O por no hablar del sistema electoral o de la revocabilidad permanente de un elegido por sus electores o de que se considere fraude electoral, con su correspondiente inclusión en el código civil o, eventualmente, en el penal, el incumplimiento del programa electoral… ¿Y de la autodeterminación de los pueblos que así lo deseen? ¿O queremos que la república meta los tanques en Euskadi? De hecho, algunos republicanos así lo desean aunque no lo digan en público y podría citar hasta nombres y apellidos.

En fin, como se ve, si queremos una república que no sea una nueva transición, correspondiente a los eventuales nuevos tiempos que puedan venir, al servicio y conveniencia de los mismos que, aun cediendo en algunos aspectos, mantuvieron lo esencial de su poder e intereses intactos tras la muerte de su jefe el general Franco, creo que se debería pensar en todo eso y, desde luego, en muchas otras cosas. Al menos a mi, no me vale con que una familia de listillos parásitos pase a ganarse la vida trabajando como casi todo el mundo o al exilio dorado. No es suficiente para dar cuerpo a una república del futuro y con futuro para el pueblo.

Manuel Blanco Chivite


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