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La luna en las copas: Un ladrón en la alcoba (Trouble in Paradise, Ernst Lubitsch, 1932)

Publicado el 24 marzo 2025 por 39escalones
La luna en las copas: Un ladrón en la alcoba (Trouble in Paradise, Ernst Lubitsch, 1932)

La esencia del llamado «toque Lubitsch» queda resumida a la perfección en un famoso diálogo del principio de esta espléndida comedia romántica del maestro berlinés:

—Tiene que ser una maravillosa cena para dos. Quizá no probemos bocado, pero ha de ser maravillosa.
—Entendido, barón.
—Y, camarero…
—¿Sí, barón?
—¿Ve esa luna?
—Perfectamente, barón.
—Quiero esa luna en las copas.
—Sí, barón (apuntando con toda normalidad, como un plato o un vino más). La luna en las copas.

Comedia romántica que, en clave de Lubitsch, además de sobria, vitriólica y sofisticada, no puede ser otra cosa que más sensual y, sobre todo, sexual, que sentimental, y tan inteligente que, ya desde los créditos iniciales -sobre la imagen de una cama aparece el rótulo del título original separado por una significativa cesura, primero Trouble in y, seguido de una mínima pausa, Paradise, señalando inequívocamente la condición de los problemas en torno a los cuales va a pivotar la narración, así como del paradisíaco epicentro de su campo de juego-, entiende que no puede funcionar sin construirse sobre la base de la inteligencia cómplice del espectador. A partir de la obra A Becsületes Megtaláló (algo así como «Los buscadores honestos») del húngaro László Aladár (y ya sabemos, precisamente a través de Lubitsch, lo que dice la sabiduría popular de la idiosincrasia húngara: un húngaro es alguien que entra detrás de ti en una puerta giratoria pero sale delante), adaptada por Samson Raphaelson y Grover Jones, y con toda la libertad de maniobra para el empleo de insinuaciones más o menos veladas, dobles sentidos y sobreentendidos que permitía el cine llamado pre-code, es decir, el realizado antes de la plena vigencia del Código de Producción o Código Hays en 1934, Lubitsch retorna a esa Europa ideal recreada (o, más bien, inventada) gracias a los grandes técnicos de dirección artística del Hollywood de la época, en particular en Paramount Pictures (estudio del que el cineasta alemán, en un hecho absolutamente insólito, llegaría a ser director y máximo responsable en un periodo entre 1935 y 1936), en la que las convenciones folletinescas de las grandes historias desarrolladas en entornos de lujo y ensueño (palacios, mansiones, hoteles y balnearios, grandes bailes y teatros de los principales emporios de la nobleza y la aristocracia europeas) se combinan con una narrativa precisa e intensa, a pesar de su aparente displicencia, ligereza o banalidad de opereta, que gira alrededor de la satisfacción del deseo como motor de los actos humanos o, dicho en otras palabras, del romanticismo puesto al servicio del instinto, de los sentidos.

Pero el «toque Lubitsch» no es únicamente cuestión de enfoque dramático y de habilidad narrativa, sino, por encima de todo, un estilo visual en el que todos los elementos cinematográficos confluyen en un mismo sentido: diálogos, interpretaciones, planificación, transiciones, puesta en escena, dirección artística (esas sempiternas puertas del cine de Lubitsch, siempre plenas de intención y significado; ese valor narrativo que poseen los objetos y el uso del plano detalle para redefinirlos y destacarlos, que inspirará, entre otros, a Luis Buñuel, referencia casi nunca citada cuando se habla del cineasta aragonés), ritmo, uso de la música, montaje…; es decir, el cine que «se ve», pero, sobre todo, el que «no se ve», lo que queda en off, las elipsis, los fuera de campo, las sombras, el nebuloso terreno de lo aludido, de lo sugerido, de los rostros a través de los cuales el espectador sabe leer lo que piensan, sienten y, sobre todo, desean, sin explicaciones ni contextualizaciones gratuitas ni subrayados innecesarios. En suma, un cine de sobresaliente precisión técnica, tan elegante y ágil en su forma como agudo y sutil en su fondo, indisoluble de una prodigiosa concreción narrativa, abierta no obstante a dobles o triples significados, en el que cada imagen está pensada y construida para hacer avanzar la acción sin necesidad de la palabra en la mejor tradición del cine mudo, pero al tiempo poseedor de un dinamismo y de una modernidad y actualidad deslumbrantes, a la vez puramente contemporáneo y extraordinariamente vanguardista e innovador, precursor de lo que muy poco después, ya con Lubitsch ejerciendo su cargo ejecutivo en Paramount, cristalizaría en el género de la comedia screwball y en la obra de directores como Howard Hawks, Leo McCarey, Mitchell Leisen o Preston Sturges, todos ellos admiradores confesos del director alemán, y, en particular, en la trayectoria de Billy Wilder, colaborador y discípulo aventajado de Lubitsch, quien le dio su primera oportunidad como guionista en Hollywood, y que extendería su legado en las décadas siguientes.

En Un ladrón en la alcoba (tampoco anda descaminado el título español) el robo funciona una metáfora de la seducción; la impunidad es símbolo de libertad, huida de lazos y ataduras. Así, en el primer encuentro entre Gaston Monescu (Herbert Marshall), un experto ladrón de guante blanco que ejerce de falso barón como coartada para moverse en los ambientes exclusivos que frecuenta y en los que faena, y la joven y atractiva Lily (Miriam Hopkins), tan amiga de lo ajeno y tan profesional como él, asimismo camuflada de condesa de mentira, la revelación/averiguación de identidades mutuas conlleva una exposición cuasi competitiva de las virtudes respectivas a través de la relación de los mayores hitos de sus carreras y la ejecución, uno frente al otro, de sus mejores cualidades. El juego del ratón y el gato entre ladrones como ritual de seducción que, siempre con la cama de fondo, lleva al amor, estéticamente romántico pero básicamente sexual. El entendimiento mutuo, la máxima conjunción, coincide con el planeamiento común de su próximo golpe, cuya víctima es el aristócrata François Fileba (el carismático e imprescindible Edward Everett Horton), antes de que la acción salte de Venecia a París y dé comienzo el acto principal de la trama, un triángulo amoroso cuyos vértices representan distintas posiciones económicas y sociales, a uno y otro lado de la ley, pero también amorosas, a uno y otro lado de lo moral, de lo matrimonial y, por tanto, también de lo sexual.

La luna en las copas: Un ladrón en la alcoba (Trouble in Paradise, Ernst Lubitsch, 1932)

Y es que la flaqueza ética de Gaston en su última travesura, el robo de un bolso con diamantes incrustados y su devolución a su propietaria, la joven, hermosa y millonaria viuda Mariette Colet (Kay Francis), va en paralelo a la atracción mutua que sienten y al lazo que la mujer le tiende para domesticarlo, tanto en su faceta de delincuente de alto copete como en la de hombre libre de compromisos amorosos irreversibles: su empleo como secretario personal. Las reglas del juego cambian, Gaston se encuentra de golpe sometido a directrices superiores, cada mujer representa un horizonte vital muy diferente, azar frente a seguridad, incertidumbre frente a certeza, aventura frente a estabilidad, amor frente a matrimonio, pero sus herramientas son las mismas, el arte del señuelo, del engaño, del disimulo, del trampantojo, de la falsedad interesada y con un objetivo oculto. Amor, atracción, sexo, vuelven a confundirse con la picaresca y la escenificación no tanto de falsas identidades como de ocultas intenciones recubiertas de apariencias, un robo en el que esta vez no se trata de hurtar un objeto valioso, sino de un corazón como símbolo de una consumación física. El amor como trampa. Una cesión que, lo mismo que Gaston cambia su profesión de ladrón a secretario (eficacísimo en la preservación de los intereses de su señora, con tanta capacidad y competencia, y empleando a menudo los mismos métodos que en su carrera delictiva), conllevaría su desnaturalización como hombre, la asunción de valores, y principios, y sobre todo, de su representación, contra los que su íntimo ser siempre ha luchado. La dinámica opuesta entre las maniobras de Mariette y, paradójicamente, la revelación de una verdad, la sinceridad, sin fingimientos ni mascaradas, de Lily en cuanto a sus sentimientos auténticos, mantiene a Gaston en un estado de precario equilibrio que se complica debido al riesgo de ser públicamente desenmascarado y capturado, en especial después de la reaparición en escena de Fileba.

El entorno de distinguido esplendor y glamuroso confort en el que transcurre la acción en cuanto a Gaston, en contraste con la humildad de la vida de Lily al separarse de él, se complementa con un tratamiento irónico y mordaz, refinadamente cínico y cáustico, unos ingeniosos diálogos pletóricos de retranca y unas situaciones diseñadas con una doble lectura de lo más elocuente (esas siluetas, proyectadas sobre la cama, en el momento del beso; esas puertas que se abren y se cierran según quiénes se encuentran en la habitación…), que se identifica con esas clases altas y opulentas. Un pequeño guiño de crítica social y de reivindicación, un tanto moralista, de la vida sencilla (no ajeno al año de producción y a la resaca, todavía en sus horas más crueles, del hundimiento financiero de 1929) por encima de las grandes ambiciones financieras que, finalmente, pesa en el contradictorio desenlace de la cinta, en apariencia feliz, pero equívoco en cuanto al juego de espejos desplegado: la libertad es una atadura; la sinceridad proviene de una ficción; la aventura como vínculo íntegro y honrado; lo que fue en inicio atracción sexual resulta ser un amor basado en la camaradería y el respeto, lo que a su vez es igualmente un lazo; un final aparentemente complaciente en lo moral, pero corrosivo y contestatario en lo subterráneo. Guion e interpretaciones -un Marshall falsamente indiferente y distante; una Hopkins más emotiva y pasional; una Francis fría, superior y calculadora- ajustados en un mecanismo perfecto, tesoro de imaginación, ejemplo de integración de técnica, decorados y personajes, eficaz entretenimiento e impagable materia de reflexión, supremo encaje de brillo formal con un tratamiento adulto de las situaciones, que viene a ilustrar eso que el personaje de Andrew Wyke (Laurence Olivier) comenta a Milo Tindle (Michael Caine), el amante de su mujer, en La huella (Sleuth, Joseph Leo Mankiewicz, 1972): «el sexo, el sexo es el juego; el matrimonio, la penalización». Una proclamación de lo más guasona y punzante, un punto de vista tan frecuente en el cine de Lubitsch como ausente en su realidad personal; marido doblemente burlado por las infidelidades de sus dos esposas, volcó en las películas la entereza, la ternura, la sensibilidad y la falta de amargura que no pudo permitirse en sus traumáticas rupturas amorosas, las cuales no vaciló, sin embargo, en utilizar como materia prima cinematográfica. Siempre con una sonrisa sarcástica, un habano entre los labios, un gesto de resignación y un brindis a la inteligencia.


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