Revista En Femenino

La Luz

Por Mamaenalemania
Con alegría y alborozo se afirma por ahí que, al final de los túneles, suele haber una luz.
Si está usted en Madrid, lo más probable es que también haya un atasco y, además, de los gordos; pero eso es lo de menos cuando se rueda a ciegas por la galería ¿no creen?
En cualquier caso, no vengo yo hoy a contarles nada que no sepan de cuestiones circulatorias, y mucho menos de grandes ciudades. De lo que sí quiero hablarles, no obstante, es de luces y túneles.
Y es que verán, esa alegórica luminiscencia vital de la que tanto se habla y con la que los padres tendemos a consolarnos a diario, la divisé hace unos meses.
Al principio no era más que un destello, tan minúsculo, que incluso llegué a dudar de mi fustigada cordura. O ya me dirán ustedes si con tres niños, dos de ellos aún apañalados, y a miles de kilómetros de mi madre, no era como para dudar de la autenticidad de mi visión.
Sin embargo, ahí siguió el fulgorcito, lejano pero evidente, poniéndose cada día más rollizo.
Tanto había engordado este último año que, hace unas semanas, incluso lo llamé luz y hablé de ella con convicción y entusiasmo.
Que sí, que sí, que la veo. Que el mayor va y viene solo, que Destroyer pide caca con tiempo, que el del Rizo va a la guarde, que comen de todo, que dos ya se visten sin ayuda, que a veces recogen, que, que, que.
Haber parido tres pares de testículos en cuatro años es lo que tiene, que si acaso encuentran un minutito para mirar a su alrededor, sólo avistarán lobreguez y sombras difusas.
Entenderán pues mi alegría cuando apareció la chispa y se convirtió en candela ¿no? Y también que, después de seis años de arresto domiciliario, el Maromen y yo decidiésemos que había llegado el momento de regalarnos cuatro días - con sus tres noches - de asueto en pareja ¿verdad que sí?
Y vaya holganza, oigan, que volvimos con las orejas desbordando buñuelos de bacalao. Dormimos en el avión, por las noches, desayunamos tranquilos, paseamos a nuestro ritmo, comimos en silencio y bebimos sin remordimientos.
También hablamos mucho, claro; sobre todo de los niños, de la caverna y de la luz. Sí, la luz, que cómo había crecido, lo enorme que estaba, lo hermosa que se había puesto y lo guapísima que va a ser de mayor. Casi le compramos un souvenir, para que vean.
Mas luego volvimos a la realidad. Y debimos de darle tanta pena que, en vez de una bofetada, nos palmeó la espalda con cara de disculpa.
Porque todo estaba tal y como lo habíamos dejado, sí, pero nosotros ya no éramos los mismos. Esas piezas de Lego perdidas debajo de los muebles que antes percibía de pasada y sin inmutarme, ahora me producen urticaria. Esas migas proliferantes en todas las superficies que antaño dejaba para más tarde, hoy día me arrancan lágrimas. Mi adorada sordera selectiva, fruto de arduos entrenamientos a lo largo de los años, ha muerto. Ahora escucho todos - todos - los mamááááá y mamiiiii por minuto que tienen a bien reclamarme mis escandalosos infantes.
Una pesadilla.
Pero eso no es lo peor, no. Lo peor, señores, ha sido el desengaño.
Y es que esa luz tan celebrada no era natural. Resultó ser una bombilla maltrecha que habíamos colgado nosotros mismos, en un alarde de autosugestión caritativa - o intento de supervivencia, como prefieran -, supongo que en algún momento en el que nos pillamos cavilando si nos cortábamos las venas o nos las dejábamos largas.
 Avisados quedan ustedes, por si acaso les da por fiarse de resplandores lejanos, de no apresurarse a celebrarlos. Y menos aún si están ovulando.

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