Revista Cultura y Ocio

La madriguera

Por Factotum
LA MADRIGUERA
Salió de casa con la sonrisa puesta, y sin bragas.
A esa hora vespertina el deseo febril la tenía encumbrada en la cima de su montaña rusa emocional. No debía tener prisa. Las cosas buenas requieren tiempo y preparación. Así que decidió hacer un alto en el camino y echar un ojo a la prensa del día. Pidió un cortado, sin azúcar, con muy poca leche. Consiguió el periódico. Desplegó ante sí las noticias frescas, recién sucedidas. Pero no prestaba atención. Descansó las manos entre la página de cultura y los primeros resultados deportivos del fin de semana. Se quedó quieta. Parada. Oteó por los grandes ventanales de la cafetería y contempló las aceras, las personas y sus prisas. No dejaba de pensar, de pensarlo, de verlo, de sentirlo, casi, casi sentado a su lado. Era un buen día para tener un amante. Para no echar nada de menos, ni de más. Era un día de equilibrios.
Porque otras veces, cuando sucumbía al deseo desenfrenado y se citaban los cuerpos, instantáneamente se arrepentía, le costaba llegar. O le vencía el remordimiento. O la montaña rusa no subía lo suficiente como para dar un paso de gigante. Si no estaba preparada para una ascensión vertiginosa, menos aún lo estaba para un descenso en picado al pecado de la infidelidad. Mientras sostenía, esa mañana de lunes, la prensa entre sus manos, pensó en lo complicado que es conciliar la vida familiar con la laboral. Y por ende, lo jodido que es joder con un amante y conciliarlo todo, sin casi hacer ruido con lo anterior: Vida familiar, vida marital, vida amatoria, vida emocional. Vida.
Miró el móvil. No había ningún mensaje. Habían acordado no mensajearse, no llamarse, no saberse. Nada hasta el desembarco carnal. Y así debía ser. Pero ella, que seguía sonriendo, no sabía si de nervios, de miedo o de deseo, estuvo a punto de enviarle una nota escueta. Un “estoy yendo”. O un, “¿ya estás preparado?”. O un lo que fuera, algo que la hiciera latir como lo hacía su voz honda, su voz acariciante. O un lo que fuera, que la convenciera, que la terminara de arrastrar, que diluyese ese sentimiento de delito matrimonial. Sentimiento efímero como pocos, pero que a veces, sin que ella lo supiera, amenazaba con quedarse, con convencerla de que lo mejor era desandar el camino. En ese momento pensó que las decisiones, por ahora, estaban tomadas. Que la despertó la excitación del momento futuro. Que en cuanto abrió los ojos, tuvo que cerrar las piernas para evitar masturbarse con su recuerdo. Que lo quería en persona, no en imágenes proyectadas contra el firmamento de su placer. Necesitaba esa persona que, sentada, lo esperaba, polla en mano, en ese lavabo público, impúdico. Si seguía dándole vueltas a la cabeza, acabaría entrando en los servicios de la cafetería, acabaría poniéndose las bragas, acabaría borrando la sonrisa de su cara, y acabaría retomando el camino de regreso a su casa. Pensando que nunca debería haber salido de allí, y arrepintiéndose en seguida porque lo mejor, estaba ahí fuera, como la verdad. Así que frenó en seco el tiovivo de ideas circulares. Descartó su yo angelical y siguió, de la mano, a su demonio particular.
Por la calle seguía pensando en él. Notaba el calor habitar sus muslos. Notaba los labios quemantes. De vez en cuando mojaba, con la punta de su lengua, los labios. Quería refrescarlos, y, sin embargo, los cocía a fuego lentísimo, y los mordía una vez y otra vez.
Subió al metro. Cada vez más cerca del oasis del placer. Cada vez más cerca.Cogía el bolso, lo abría, extraía el móvil, acariciaba las teclas. Miraba la pantalla esperando que le llegase algún mensaje suyo. Enterraba el teléfono en el fondo del bolso y volvía al calor que emanaba del manantial desnudo que nacía entre sus piernas.Entornaba los ojos a la espera de la señal auditiva y femenina que le indicara su parada. Mientras, tarareaba silente las canciones que emitía su MP3. Sus pensares invasivos y abrasivos le impedían moverse cómoda, sentarse bien y observar su mundo a través de la opacidad cristalina.
A las once de la mañana cruzaba el vestíbulo del emblemático edificio de oficinas. Su amante la esperaba en el sitio acordado: en uno de los lavabos de la planta segunda, en el primer edificio del paseo más feliz, más escaparatista de la ciudad condal. Saludó al portero. No tuvo que dar ninguna explicación. Quien no iba a alguna consulta médica, iba a tramitar algún seguro, a apuntarse a alguno de los cursos subvencionados, o a resolver cualquier asunto en las oficinas de consultorías y finanzas.
Entró en el ascensor. Su cabeza bullía. Su sexo licuado ardía. Sus labios estaban secos por primera vez desde que la despertaron los tentáculos epicúreos. Su lengua recorría su boca, requiriendo el riego necesario para el primer beso. Justo cuando estaba ante la puerta de los aseos masculinos de la planta segunda, notó que temblaba como un folio virgen en las manos de un escritor novel. Sus manos tremolaban como una hoja, mecida por el otoño, barrida por el viento. Se detuvo durante un instante impreciso. Miró en derredor. No había nadie. Persona alguna transitaba por esos pasillos. Fue tras la última consulta con su médico, buscando apresurada un lavabo donde recomponerse, cuando descubrió esa madriguera presta a ser habitada por dos cuerpos encelados. En uno de sus cafés habían acordado que sería ahí, que peregrinarían, que jugarían, que se tendrían en carne viva, algunas veces, algunos días. Sí, pensó ella, sería lo mejor… aprovecharía los días en los que la montaña rusa la elevara a los cielos de la necesidad del goce supremo: juegos prohibidos en sitios prohibidos.
Dejó a un lado los lavamanos, los secadores, los urinarios. Se situó frente a la puerta del último reservado y, tras notar que la saliva había vuelto a su boca y su corazón gemía dentro de su pecho, empujó.
Él la miró. Quiso levantarse pero fue empujado y devuelto a su atalaya desde la que contemplaba sus ojos inyectados en placer. Ella quiso coger la sartén por el mango. Por su mango. Se hincó de rodillas llevándose su miembro erecto a los labios. Lo miro, lujuriosa, lo restregó por su cara, lujuriosa. Lo sopesó con la lengua y los labios, lujuriosa. Apresó el glande con sus dientes hasta que escuchó un gruñido quedo. Siguió un viaje fálico por el firmamento de su boca. Ya no pensaba, ni pesaba. Levitaba y volaba y quería ser poseída por la lengua de su consolador que, recostado, entornaba los ojos y abría las piernas.Se levantaron, como un resorte, al mismo tiempo. Una jugada maestra, diríase ensayada. Se quedó el uno frente a la otra. Y el uno y la otra se besaron. Él identificó el sabor de su polla en los labios de ella. Recogió su lengua, la recorrió a lo largo y a lo ancho. La besó, la mordió, la masajeó con la suya. Regaron con sus salivas la senda de los besos.
Sus ojos se encontraron. Y se observaron sin dejar de recorrerse con las manos, sin dejar de explorar sus geografías concupiscentes.
Giró el cuerpo de ella, con un juego de manos diestro… entrenado. Bajó la tapa del retrete y la subió en ese pedestal improvisado. Situó su cabeza entre sus piernas, miró al suelo, miró por todos sitios verificando la ausencia de ropa interior. Bien, el guión seguía su curso. Con su nariz recorrió su cuerpo, respiró sus piernas. Sus dedos, domadores de sexo, lo abrían y cerraban, surcando hacia su mar abierto. Y su lengua, ascendía, descendía, fijando guías para futuros ascensos y descensos. Se quedó quieto ante ella y hundió su cabeza en su coño abandonado a la fruición más animal. Hociqueó entre sus piernas, primero, bebió entre sus piernas, después. Siguió labrando con la lengua, con los labios, con la boca, con los dientes. Recogió, amasó, succionó, masajeó y golpeó su clítoris hasta notar como vibraba, se convulsionaba, como detonaba su orgasmo. Con su mano izquierda pinzó sus pezones. Con la derecha, ocupó su pene hinchado. La masturbó y se masturbó haciendo coincidir sus erupciones.
Descendió de los cielos ella, y ascendió a su cielo él. Fue él quien esta vez la besó, reportándole su sabor. Se besaron y se estudiaron en silencio. Se abrazaron y fusionaron la música de sus jadeos.Encajaron sus ropas sobre sus cuerpos y abandonaron, prófugos, el lugar por separado. Según su guión, habían quedado en tomar un café juntos quince minutos más tarde. Lo tomaron, y se tomaron, en besos furtivos, con disimuladas caricias por debajo de la mesa. Los cuerpos solícitos hablaban… No discutieron sobre un próximo encuentro. Nunca lo hacían. Respondían, estos, a un acto reflejo, la respuesta a la sexualidad que recobraba la libertad. Repartió su sonrisa entre sus labios y los de él. Y se despidieron. Aunque las despedidas, por muy acostumbrados que estuviesen a ellas, por muy ensayadas, siempre costaban lo suyo. Nunca sabían bien.
El mismo vagón de metro, las mismas caricias al móvil, la misma música, nuevos recuerdos para almacenar en su biblioteca emocional y pecante. A las dos de la tarde regresó a casa, con las bragas puestas.
Al entrar en casa, su marido la recibió con la misma oquedad de siempre. Le preguntó cómo le había ido en la consulta:
- ¿Qué consulta?- espetó ella. - Han llamado hace media hora, de la consulta del doctor Gracia. - Ah, supongo querrán cambiar la visita de la semana que viene. - No. Hacían referencia a la visita de esta mañana. - ¿Sí?- Sí. Han encontrado tu cartera en los lavabos.
Pero ella, consumida por el miedo, fue incapaz de querer averiguar más… aunque a punto estuvo de preguntarle si habían encontrado su documentación en el lavabo de hombres, o de mujeres.
Las bragas, en su sitio. La sonrisa, asesinada.

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