Revista Cultura y Ocio

La magia de compartir la soledad

Publicado el 01 septiembre 2018 por Benjamín Recacha García @brecacha
La magia de compartir la soledadContemplando el amanecer desde el Balcón de Pineta.

El lunes vi por casualidad en el perfil de Facebook de mis amigos de La Bolsa de Bielsa que al día siguiente se inauguraba la Muestra de Cine de Ascaso, popularizada como la más pequeña del mundo, con una exposición fotográfica dedicada a los refugiados sobrarbenses durante la Guerra Civil. La Bolsa de Bielsa, el asedio al que las tropas franquistas sometieron a la comarca pirenaica entre abril y junio de 1938, obligó a la debilitada 43 División del ejército republicano a evacuar a toda la población, que huyó a Francia en penosas condiciones, atravesando a pie los puertos nevados, para escapar de la destrucción fascista.

El tema me motivaba lo suficiente como para decidir acercarme hasta Ascaso en la que iba a ser mi última noche en el Pirineo Aragonés. Los habituales ya sabéis que en El viaje de Pau, mi primera novela, que hace cinco años llevé al Sobrarbe por primera vez, la Bolsa de Bielsa es uno de los temas principales.

Tras recorrer los cuatro kilómetros, en su mayoría sin asfaltar, de la pista que conecta la N-260, a la salida de Boltaña, con la aldea semiabandonada, que revive cada final de agosto gracias a la maravillosa iniciativa de la Asociación de Vecinos/as y Amigos/as de Ascaso ‘Los relojes’, los relámpagos y truenos ya se habían adueñado del cielo. A pesar de todo, desafiando a la tormenta inminente, José Buil, hijo de inmigrantes sobrarbenses afincados en Saint Lary, comentaba en la calle Única las fotografías del éxodo de las gentes de Bielsa y pueblos vecinos junto a su tío, Baitico, que lo vivió siendo niño.

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José Buil comenta las fotos de la Bolsa de Bielsa en Ascaso.

Nunca es suficiente la reivindicación de la memoria histórica, nunca es tarde. Al contrario, hay que aplaudir cualquier iniciativa dirigida a mantener vivo el recuerdo de lo que pasó y de la vergüenza que debería suponer para un país supuestamente moderno y democrático que existan decenas de miles de víctimas de la represión enterradas en fosas comunes y cunetas de todo el territorio.

Tras el emocionante coloquio junto a José Buil y su tío, llegaba el turno del cine. 100 días de soledad era la película programada para ver bajo el cielo pirenaico. Un escenario inigualable, cuya espectacularidad se veía acentuada por los incesantes juegos de luces protagonizados por los relámpagos.

La magia de compartir la soledad
José Díaz presenta “100 días de soledad”, junto a Manuel Montes y los organizadores de la Muestra de Cine de Ascaso.

El festival, modesto pero muy bien trabajado, contaba para la ocasión con el hombre orquesta responsable del documental, José Díaz: director, guionista y, sobre todo, protagonista absoluto en la pantalla. Bueno, no. Lo correcto sería decir que José es el complemento perfecto a la verdadera protagonista: la naturaleza exuberante del asturiano Parque Natural de Redes.

100 días de soledad es una maravilla para los sentidos, emocionante para cualquier amante de la naturaleza, y, por lo visto, un gran acierto por parte de su impulsor, pues ha logrado el reconocimiento de algunos de los mejores festivales de cine de naturaleza del mundo, e incluso la atención de Netflix, que se ha hecho con sus derechos de emisión por tres años, de manera que ya está disponible en todo el mundo.

La lluvia provocó la suspensión de la proyección y reprogramarla para el día siguiente en el Palacio de Congresos de Boltaña, lo que me «obligó» a alargar mi estancia un día más. Menudo «suplicio»…

En cualquier caso, la velada resultó interesantísima gracias al debate que mantuvimos en una acogedora borda rehabilitada con el propio José Díaz y el director del Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, Manuel Montes, invitado con motivo de la conmemoración del centenario de su declaración. Al calor de la charla y del vino de Enate, surgieron un buen número de interesantes cuestiones sobre la gestión de los espacios naturales, que podríamos resumir en dos conclusiones: la poca ambición de las administraciones por apostar decididamente por la protección de la naturaleza, siempre supeditadas a los intereses de poderosos lobbies; y la falta de educación/conciencia ambiental de un buen número de visitantes a los espacios protegidos.

Analizar estas cuestiones me llevaría no un artículo, sino probablemente un libro, y no era ese el objetivo de este post, cuya motivación es mucho más personal.

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El valle del río Barrosa desde el camino de las Pardas.

Yo no he pasado cien días en soledad, ni me planteo en absoluto un reto tan radical como el de José Díaz, quien durante ese tiempo estuvo alejado de su familia (esposa y tres hijos), pero ver la película me removió sentimientos y reflexiones experimentados durante los diez días que he recorrido en solitario cerca de un centenar de kilómetros de Ordesa y Monte Perdido. Y cuando digo en solitario no es sólo porque no me acompañara nadie, sino porque en la mayor parte de esas caminatas no me he cruzado con ningún humano. Buitres, quebrantahuesos y aves varias, sarrios, marmotas, saltamontes e innumerables insectos, vacas y caballos han sido mis acompañantes de excursión.

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El Castillo Mayor y los pastos de La Valle desde Foratarruego. Al fondo, los Sestrales.

La soledad me ha permitido disfrutar al máximo del espectáculo de la naturaleza; me ha dado la libertad para moverme a mi ritmo por donde me ha apetecido y descubrir rincones mágicos que quitan la respiración (imposible reflejar su belleza, su grandiosidad, mediante las fotos de mi teléfono móvil cutre; ni siquiera con la mejor cámara lo lograría); me ha proporcionado tiempo para pensar (demasiado, quizás), leer y escribir, o para, simplemente, contemplar las montañas, escuchar sus sonidos, apreciar sus aromas, sentir el viento, el sol y la lluvia en mi piel.

En muchos momentos he sentido con total certeza que no necesitaba nada más para ser feliz, que ser parte de ese entorno, un minúsculo elemento dentro de un engranaje perfecto, es todo lo que un ser vivo puede desear, no necesitamos más. Cuando uno se sienta sobre una roca a observar el desarrollo de la vida, su ritmo pausado, exento de prisas y de tanta artificiosidad absurda, se da cuenta de lo ridícula que resulta la sociedad humana, se da cuenta de lo prescindibles que somos para el planeta, de la cantidad de chorradas que nos esclavizan, impidiéndonos apreciar las maravillas que nos rodean.

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La foto no hace justicia a la grandiosidad de las vistas desde el Astazu. Monte Perdido, lago de Marboré y el Valle de Pineta entre brumas.

Una de las cosas que más impresionan cuando se tiene el privilegio de formar parte de un entorno a salvo de la humanización es el silencio. Recuerdo la mañana que me desperté en el Balcón de Pineta e inicié el trayecto hacia los Astazus, dos picos de más de tres mil metros, desde cuyas cimas se obtienen unas vistas que dejan sin respiración (sobre todo, porque un paso mal dado acaba con una caída al vacío de un kilómetro). A medio camino me detuve a desayunar un poco, mirando hacia el valle de roca, agua y hielo que se abre entre el Monte Perdido y el lago de Marboré. No se oía nada. El viento de la noche se había retirado, amanecía un día radiante, y el silencio era absoluto. Es un silencio que cura, que se escucha y te libera de todas las preocupaciones. Pero por mucho que intente explicarlo, resulta imposible.

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La tormenta descarga sobre La Valle y los Sestrales, y yo la contemplo desde Foratarruego.

Todas las excursiones han estado repletas de momentos extraordinarios. El día que subí al refugio de Foratarruego me senté al borde del precipicio, sobre la garganta de Escuaín, a contemplar la tormenta que se desarrollaba en las montañas de enfrente. En los Sestrales, también sobre el precipicio inmenso que es el cañón de Añisclo, saludaba a los buitres que planeaban bajo mis pies y pensaba que ni el pintor más maravilloso sería capaz de imaginar un paisaje tan alucinante, dominado por el macizo de Monte Perdido y cortado por la mitad por esa grieta tremenda en la montaña que, millones de años atrás, provocó la fuerza del agua. Me sentía privilegiado.

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El paisaje increíble que rodea al Cañón de Añisclo no parece real.

A los dos días, tras alcanzar la cresta de la sierra de Liena después de tres horas de dura ascensión, el inesperado e impresionante paisaje que se abría ante mis ojos me dejó boquiabierto.

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Al llegar a la cresta de la sierra de Liena me encontré con esta maravilla.

Mi sorpresa fue en aumento al iniciar el camino de las Pardas, una locura maravillosa que recorre el circo de Barrosa a 2.500 metros de altitud y que, en ningún caso, puede calificarse de camino. En un par de pasos donde todo rastro de sendero desaparecía y no había de dónde agarrarse, tuve la sensación de jugármela de verdad. Un resbalón habría sido fatal. Por suerte, y porque en todo momento extremé las precauciones, no pasó nada y pude disfrutar, por ejemplo, de, en un recodo, encontrarme cara a cara con una pareja de sarrios. Se sorprendieron más que yo, creo, y por primera vez escuché su bufido de advertencia, aunque más parecía un triste intento por conservar su dignidad bóvida, pues huyeron a saltos por el precipicio. «Quién pudiera», pensé con envidia al observar lo mucho (y peligroso) que me quedaba por delante.

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El camino de las Pardas, un sendero emocionante siempre asomado al vacío.

La última excursión me llevó a la Fuenblanca, en Añisclo, una cascada que surge en medio de la montaña, vertiendo sus aguas en el río Bellós, auténtico protagonista del paisaje salvaje que esconde el cañón. Rememoré recuerdos de infancia al encontrar un tritón, y disfruté del almuerzo contemplando una pareja de quebrantahuesos a la que ponían la banda sonora las aguas bravas.

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La Fuenblanca brota de la montaña, sobre el Cañón de Añisclo.

Todo maravilloso; mi comunión con la naturaleza no podría haber sido más estrecha. Sin embargo, he echado algo en falta. Era la primera vez que viajaba solo; una buena experiencia, en la que, para suplir la ausencia de otras personas, he hablado mucho conmigo mismo, en voz alta incluso (creo no estar loco, no más al menos de lo que ya estaba). ¿Qué es lo que he echado en falta, si el entorno no podría ser mejor, si he gozado de absoluta libertad, si he sentido lo que más amo, la naturaleza, en toda su intensidad? Compañía. No necesariamente para hablar. La grandiosidad de la montaña hace innecesarias las palabras. Y eso es precisamente lo que me faltaba, el sentir que había conmigo alguien más que sentía lo mismo que yo, con quien compartir sensaciones que no se pueden explicar.

La magia de compartir la soledad
Con Anabel, Quique, Pizca (en mis brazos) y el peque Gabriel (con su padre), en La Casa del Caracolero.

La soledad está bien cuando es buscada, y hay momentos en que la necesito. Pero soy un animal social, por eso estas vacaciones también serán inolvidables por los tres días que pasé inmejorablemente acompañado en La Casa del Caracolero, junto a mis amigos Anabel y Quique y sus amigos de Torralba de Ribota, un pueblo con encanto cercano a Calatayud. Lo que más echo de menos en soledad son las risas, las mías y las de los otros. En Torralba reí mucho.

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Una de las cosas que más ilusión me ha hecho de estas vacaciones es reencontrarme con Irantzu, amiga de la infancia.

También reí el rato delicioso que pasé en Aínsa junto a Irantzu y su familia, una amiga de la infancia de los veranos del Valle de Pineta que dio conmigo gracias a El viaje de Pau (hablé de ella en mi post anterior). Lo encontró en el camping Bielsa, donde está a la venta, contactó conmigo y, como ambos estábamos por la zona, nos vimos al día siguiente, 35 años después. Casualidades maravillosas.

Disfruté de la charla con Antonio, el librero de La General, en Aínsa, tomando un café y hablando de libros y de escritores; y disfruté de la visita a Ascaso, del descubrimiento de su festival cinematográfico, de compartir coloquio con otros desconocidos, y del cine bajo las estrellas.

Gracias a esa última «excursión» inesperada, descubrí 100 días en soledad, cuyo precioso mensaje de amor incondicional a la naturaleza y la mezcla de sensaciones que me generó me proporcionaron la pieza que me faltaba para darle a este escrito el enfoque que necesitaba.

Ya estoy de vuelta. Empieza una nueva etapa en mi vida, en la que voy a centrar buena parte de mis esfuerzos en seguir mejorando mi escritura y en todo lo relacionado con los libros. Lo que no va a cambiar es mi pasión por la naturaleza, por el Pirineo Aragonés, por el Valle de Pineta, por el lugar que siento que es mi verdadero hogar.

Hasta pronto, montañas.

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Mi querida pradera del Valle de Pineta.

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