Editorial Eterna Cadencia. 265 páginas. Primera
edición de 2013
Selección y prólogo de Ezequiel De Rosso
Como ya he comentado en mi blog, me invitaron a escribir para la revista Quimera un artículo sobre Mario Levrero (Montevideo, 1940 –
2004), y esto hizo que me acercara a algunos libros suyos que me faltaban por
leer. Además le pedí consejo al escritor y crítico Elvio E. Gandolfo, que fue su amigo personal y con el que me
intercambio correos de vez en cuando, y me recomendó este libro de Eterna Cadencia. Lo encargué en La Central de Callao, junto con el
libro de Random House Diario
de un canalla / Burdeos, 1972 y una semana después del de Random llegó
el de Eterna Cadencia.
Voy a comentar aquí algunas de las ideas que más me han llamado la
atención de estos ensayos.
Después del prólogo de De Rosso, el texto que aparece aquí reproducido
es la primera reseña que tuvo la obra de Levrero: un comentario sobre su
cuento, o novela corta, Gelatina, que escribió el que luego
sería su amigo Elvio E. Gandolfo para El lagrimal trifulca de Rosario,
revista fundada por Francisco Gandolfo,
el padre de Elvio. La fecha de aparición de la revista con esta reseña fue
octubre de 1968 – marzo de 1969. Gandolfo resalta en sus palabras la angustia
de Gelatina.
José Pedro Díaz une el
fluir de la imaginación de Levrero a las técnicas literarias de los románticos.
Pablo Fuentes inscribe a
Levrero dentro de la corriente de la literatura uruguaya que se suele llamar de
«los raros» (denominación de Ángel Rama),
para crear una contraposición con la literatura «realista» uruguaya. Fuentes
vincula al primer Levrero con Lewis
Carroll, Franz Kafka, el
surrealismo y la corriente de «los raros».
Fuentes señala que los temas paradigmas en la narrativa de Levrero son
los de el «Viaje» y la «Búsqueda». «Otra de las constantes en la escritura
levreriana es la permanente apelación al humor, ya sea a través de las imágenes
o del lenguaje.» (pág. 37). Fuentes entiende que la forma de crear humor de
Levrero tiene influencias del cine mudo (Chaplin,
Lloyd y Buster Keaton).
Hugo Verani resalta la
atracción de Levrero por el extrañamiento. «Su atracción por las zonas oníricas
y las penumbras que envuelven los procesos mentales genera una modalidad
expresiva inclasificable, vehículo de liberación de fantasías, deseos y temores
primordiales.» (pág. 39) Los relatos de Levrero se desarrollan en ámbitos
opresivos y están narrados por un yo indiferente. Según Fredic Jameson, esta
pérdida de centro y sentido de lugar se convierte en uno de los rasgos de la
posmodernidad.
«La acumulación de situaciones excéntricas y de encuentros fortuitos,
la suspensión onírica y la eliminación de los mecanismos psicológicos previsibles
ponen de manifiesto la afinidad de Levrero con el surrealismo.» (pág. 47)
Según Juan Carlos Mondragón,
para Levrero la imaginación no era un vehículo de evasión, sino una petición de
principio, para ajustar el punto de vista y conocer la realidad desde otra
perspectiva. Según Mondragón, la historia política de las dictaduras que sufrió
el Cono Sur iba a dar sentido a los códigos imaginativos de Levrero: «cacerías,
pesadillas, monstruos, torturas y aberraciones.» (pág. 63)
«El extrañamiento, la fractura del tiempo son sutiles formas de la
violencia. El mundo ficcional de Levrero es violento. Desde la degradación por
la supervivencia, la ausencia de solidaridad, un erotismo de modalidades
perversas y que en la novela París
llega hasta la guerra. Guerra como constante; aún cuando desautoriza a la
historia.» (pág. 75)
Pablo de Rocca nos habla de
su relación esquiva con Levrero, a raíz de que la editorial Arca le encomendara
preparar su bibliografía. Cuando trata de contactarlo, los dos vivían fuera de
Montevideo, Levrero en Colonia del Sacramente y él en Melo, cerca de Brasil.
Esto hizo que no llegaran a conocerse en persona, sólo hablaron una vez por
teléfono. Se relacionaban por carta. Rocca acabó pasando a Levrero un
cuestionario que actúa como una especie de entrevista cronológica y que se
reproduce en el libro.
Levrero cuenta que para él siempre fue angustioso trabajar para otros,
en cambio su padre era feliz en el trabajo. Trabajaba en una tienda llamada
Londres- París, y al salir de allí daba clases de inglés.
La infancia de Levrero en el barrio de Peñarol fue solitaria, lo que
él no ve como algo negativo. A los dieciocho años sentía pasión por la pintura
y el cine. De adolescente escribió poemas, además de una novela negra y un
libro de humor. Todo esto lo destruyó.
En 1966 Levrero escribe la que sería su primera novela, La
ciudad. En 1969 recibió una mención en el concurso de Marcha. La novela ganadora fue El
libro de mis primos de Cristina
Peri Rossi. Rocca le pregunta por la literatura comprometida, y Levrero
afirma que en principio no le interesa, porque suele tener más de compromiso
que de literatura. Cuando más tarde pudo conocer el ambiente de los premios
literarios se prometió ante sí mismo que no volvería a participar en ellos.
Promesa que sólo rompió para solicitar la beca Guggenheim.
Rocca le comenta que para los jóvenes uruguayos del momento los
referentes literarios son Mario
Benedetti y él, Levrero le contesta que no puede hablar de Benedetti, pues
ninguno de sus libros le atrajo lo suficiente como para leerlo.
Martín Kohan escribe un
pequeño ensayo sobre la idea de «ciudad» en Levrero. El tiempo de las novelas
de Levrero es el de los sueños, y la presencia de la ciudad tiende a la
desaparición. En Levrero destaca la idea del viaje y la búsqueda, pero también
la del encierro. La mirada del Levrero sobre la dicotomía entre casa y exterior
es la de una persona con agorafobia que también tiene claustrofobia. Los nombre
reales de las ciudades en Levrero (París, por ejemplo) conducen a una visión
onírica de ellas.
Oscar Steimberg nos habla
de las historietas en las que Levrero hacía de guionista. Principalmente son
tres series: Santo Varón, Los profesionales y El
llanero solitario. En el libro se reproducen algunas tiras de las dos
primeras. Son historietas que tienden al surrealismo, al absurdo.
Ezequiel De Rosso habla de
las novelas policiales de Levrero, que a veces parecen una producción marginal,
puesto que Nick Carter o La banda del ciempiés aparecieron
como folletines, pero que él sitúa en el centro de su producción: «Desde que
comenzó a escribir, Levrero quiso reescribir la tradición del policial.» (pág.
144)
De Rosso menciona una entrevista, que ya conocía por Un
silencio menos, en la que Levrero habla del problema del policial, que
debe ser «cerrado» para que el lector no se sienta decepcionado, pero que,
precisamente al ser cerrado, se limitan sus posibilidades literarias.
Si bien Levrero siempre declaró que consideraba que su literatura era
realista, porque, de un modo u otro hablaba de lo que sentía, y no le gustaban
los calificativos para su obra de fantástica o de ciencia-ficción, Luciana Martínez especula sobre la
vinculación de algunas obras de Levrero con la ciencia-ficción. Desde luego,
Martínez no habla de una filiación de Levrero a la idea de la ciencia-ficción
clásica, cuyas bases teóricas sentó John
Campbell (director de la Astounding
Science Fiction) en la época de la Edad de Oro de la ciencia-ficción, sino
que Levrero, gracias a su gusto por la parapsicología y la búsqueda del
Espíritu, tendría que ver con una idea de misticismo, al estilo de las
ficciones de Philip K. Dick. Y al
hablar de sus obras, más que de ciencia-ficción, deberíamos hablar –apunta
Martínez‒ de «ficciones místicas».
Sergio Chejfec habla
principalmente de El discurso vacío y
La novela luminosa: «Tres principios
organizan este diario: la escasez, la repetición y, consecuentemente, la ambigua
abundancia derivada de la combinación de ambas. Podría decirse que las dos son
condiciones abstractas para fundar relatos de la incomodidad, en la medida en
que hoy (digamos varios siglos atrás) la incomodidad tiene patente literaria
cuando proviene de alguna obsesión personal.» (pág. 197)
Adriana Astutti habla del
que considera uno de los libros fundamentales de Levrero: El portero y el otro, formado por relatos y novelas cortas. Me
resulta curioso que este libro no se haya publicado en España de la forma en la
que apareció originalmente; ya que las nouvelles El alma de Gardel o Diario de
un canalla están contenidas en este libro.
El último ensayo es de Reinaldo
Laddaga y en él se indaga sobre los significados de La novela luminosa: «Al terminar el libro, es difícil no pensar que
el trabajo del autor durante ese año ha consistido en evitar, hasta donde le ha
sido posible, que sucediera nada extraordinario.» (pág. 234)
El libro finaliza con una serie de reseñas sobre los libros de Mario
Levrero aparecidas en prensa, además de con una semblanza de los autores de los
ensayos sobre Levrero.
Este libro entusiasmará, sin duda, al reducido grupo (pero en continuo
crecimiento) de los seguidores de Mario Levrero.