Revista Arte

La masacre de la imagen perfecta ante la perfecta crueldad de los seres, su mensaje y su dolor.

Por Artepoesia
La masacre de la imagen perfecta ante la perfecta crueldad de los seres, su mensaje y su dolor.
No habría habido una tendencia -ni probablemente la habrá jamás- que rasgara ya el telón vital, social, filosófico, político, individual, psicológico o emocional en la historia y en la vida del ser humano tanto como lo hiciera la compleja, abrumadora, latente, indefinible y transversal inclinación romántica. Simplificada a veces a sus estereotipos más populares, tenida como una visceral y sentimental forma de entender las cosas de la vida, no es, sin embargo, todo esto más que una pequeña gota en el inmenso océano de la diversidad y heterogeneidad que el movimiento denominado Romanticismo ha supuesto -y supuso- en lo que, hoy por hoy, somos y nos hemos convertido como sociedad.
Es de las propensiones estéticas que más se nutriría de la ideología, de la filosofía o del pensamiento. Por esto mismo se desarrolló -y sigue de alguna manera desarrollando- a lo largo de siglos. Jamás una manera de impresionar una imagen se sustentaría tanto en una revolucionaria forma de concebir la sociedad humana. Y es así que se reflejaría también esa diversa visión del mundo en los mismos creadores románticos que, tan visceralmente -cómo no-, se enfrentarían entre sí tanto estética como ideológicamente. Surgido ya de la Ilustración más temprana del inicio del siglo XVIII, el Romanticismo nacería imberbe, sin color, sin sábanas acogedoras ni desenvueltas, desde las atormentadas, revulsivas, incomprendidas y complejas palabras del pensador francés Rousseau (1712-1778)
La revolución francesa tomaría ya aquellas ideas filosóficas de la Ilustración, tan absolutamente radicales para entonces, y las llevaría luego a la jerga de cada una de las dos tendencias que liderarían el movimiento romántico, una la más liberal y otra la más conservadora. Desde la más atormentada vinculación colectiva y coercitiva, hasta la más individualista y liberal de las tendencias. Pero otros pensadores opuestos, más alejados de aquel horror, sin patria ni destierro propiciatorio, buscarían ya con otro sentido el mismo bendito dolor: hacer de la esencia ideológica romántica una ahora nueva y estremecedora visión. Un motivo más trascendente de aquella colectiva intención francesa, pero, ahora, liderada más por la idea que por el concepto, más por la fuerza que por la intención. Así surgiría desde tierras germanas la reivindicación, también romántica, de una tendencia con un cierto cariz superior, más divino, mesiánico casi, el Idealismo filosófico alemán, ése en el que se sustentaría además otra de las estéticas románticas de Europa.
El nacionalismo, por ejemplo, es un concepto ideológico surgido de las balbuceantes pisadas destempladas de muchos de los sentidos en los que el Romanticismo se dispersó. Hasta entonces, hasta antes de la revolución, la identidad cultural no era la nación, era la población donde se nacía, la patria o lugar donde radicaba la esencia de los sentimientos geográficos, la gente que rodeaba la vida y el ámbito particular de la región. Luego existiría otro concepto, la lealtad o la fidelidad a un rey o estamento, entendido éste como un ámbito más general de seguridad, de protección, de fronteras más amplias para desarrollarse e intercambiar sin sobresaltos los medios económicos y culturales que se desearan. Sin embargo, cuando el estamento cayese tanto desde el cuello seccionado del rey Luis XVI como desde un ambicioso general -Napoleón- se sustituiría el concepto -reinos por imperio- y los procedimientos -patria por nación-.
Hoy, después de tantos conflictos y de tanta historia no leída, se repiten las mismas cosas de antaño. Es de ver ya así la vigencia que tiene aún aquella tendencia romántica de entonces, tendencia que hoy subsiste maquillada, desempolvada o manifiesta junto con el dúctil y práctico Racionalismo, este fuerte pensamiento ilustrado del que ya fuera aquella hija adoptada hace más de doscientos cincuenta años. Y para comprender algo la diversidad y la complejidad de ese movimiento romántico qué mejor lienzo a admirar ya que el de uno de sus mejores representantes, Eugène Delacroix (1798-1863). Cuando los artistas, poetas, literatos o pintores románticos acudieron a reivindicar aquella forma de entender nación como surgiera de las desvastadas guerras napoleónicas, muchos políticos oportunistas y expansionistas vieron en ello la forma de justificar una intervención en la europa más oriental del momento. Grecia, la antigua Grecia homérica y primigenia de la cultura occidental, estaba ocupada por el imperio otomano desde el siglo XV, y en los primeros años después de la caída de Napoleón se crearon organizaciones que buscaran ya la emancipación e independencia de aquella vasta, continental e insular, región mediterránea. 
De ese modo se crearon y se financiaron movimientos armados para luchar o apoyar a los reductos de población que, animados por los rusos, franceses, ingleses o austro-húngaros hicieron de aquella zona europea, durante casi diez años (1821-1831), una región sumida ahora en el horror, la crueldad y la muerte. Todo un símbolo romántico de lo más genuino. Hasta Lord Byron lucharía y moriría allí. Pero, dos años antes de su muerte, en 1822, los turcos decidieron acabar, tajantemente, con la rebelión habida en la isla egea de Quíos, muy cercana a la costa turca de Anatolia. La intervención otomana fue feroz, inmisericorde, acabando así con unos veinticinco mil griegos a manos de las tropas turcas, un gesto que deseaba vengar además la matanza de la peloponésica ciudad de Trípoli, un año antes, a manos ahora de los griegos. Y el extraordinario pintor romántico Delacroix entendió ya que aquella masacre, la de Quíos, debía ser ahora el motivo de su impresionante, reivindicada, grandiosa y romántica obra.
Este pintor, un auténtico revolucionario en su arte y tendencia romántica de entonces, un innovador tanto en la ruptura con el clasicismo como en el sentido romántico de sus creaciones, no se dejó sino llevar por las inspiradas, liberales y épicas semblanzas que Byron hiciera con su literatura desgarradoramente romántica. Tanto que otros pintores, como el neoclásico Antoine-Jean Gros, dijera de su obra La masacre de Quíos: es la masacre de la pintura. Y lo era porque Delacroix rompió con el sentido ilustre, esplendoroso, elegante, clásico, de las formas humanas retratadas en un lienzo. Ahora, pensaba él, debía incluir en su épica y romántica representación la sensación más humana del momento. Los cuerpos no podrían ser aquellos lustrosos, bellos, arrogantes y eternos de las obras neoclásicas. No. Los cuerpos en su obra romántica tendrían que ser como la escena de horror vivida por ellos los habría ya convertidos, en despojos, en pieles oscurecidas y demacradas, en ojos perdidos, en formas deslucidas o en esperanza desolada por la crueldad de unas heridas.
Y así compondrá Delacroix su gran obra La masacre de Quíos, en un paisaje donde el romanticismo de lo insigne de una parte, de la parcialidad ideológica -de la que el Romanticismo era su hija- de una parte brillaba ahora sobre el sufrimiento universal y sagrado del hombre. Y esto fue lo que, también, algunos criticaron por entonces del oportunismo histórico del creador; ¿era peor esta masacre de Quíos que la matanza de Trípoli, por ejemplo? Los artistas románticos, especialmente Delacroix, se dejaron llevar por el sesgo particular de aquella ideología de la que su tendencia había sido ya heredera. Pero, sin embargo, el Arte, el gran Arte, siempre lo es. Y aquí, en esta grandiosa, extraordinaria y universal obra maestra el autor consiguió ya lo que, por entonces, probablemente no se llegara entender aún -aunque seguro la intuición del artista sí lo habría hecho-: que el Arte viene a reivindicar la esencia universal de los hechos, no la secuencia histórica y particular de los mismos
¿Qué mayor representación artística de la desesperación humana ante la vil, atropellada, lacerante y brutal agresión de otros humanos? El pintor situará en un primer plano impactante las figuras de las personas sometidas ahora por la cruel masacre. Sus figuras se abrazarán, se besarán, se acogerán enternecidas bajo la fuerte cabalgadura del opresor. Las miradas perdidas, los gestos abandonados ya por el ímpetu y la fuerza que sólo la muerte heroica de los cuerpos abatidos por los clásicos trazos de lo excelso, podrían competir ya aquí con la perfecta silueta solo ahora de la mujer desnuda y amarrada a la silla del caballo. Tan solo ella; todo lo demás es demacración, desconsuelo, abatimiento, horror y muerte. Y aquí el pintor romántico consagrará la imagen más paradigmática y no ya tan particular del desgarro más humano, ese maltrato ahora más universal frente a las fuerzas malignas, tanto simbólicas como personales, de lo que siempre existirá tras cualquier egoísta, interesado, desalmado o criminal de los deseos que ser humano alguno pueda o haya podido así tener.
(Óleo La Masacre de Quíos, 1824, del pintor romántico francés Eugène Delacroix, Museo del Louvre.)


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