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La mayor humillación consiste en provocarla, la menor de ellas, en ser fiel a lo que piensas.

Por Artepoesia
La mayor humillación consiste en provocarla, la menor de ellas, en ser fiel a lo que piensas.
Cuando la época napoleónica pasase ya en España, los reaccionarios del rey Fernando VII impusieron sus antiguos privilegios frente a la nueva inspiración social que la guerra y la ocupación francesa habrían provocado. Los liberales españoles pronto comprenderían que nada tendrían ya que hacer con un régimen que desoiría todas las demandas de su pueblo. Luego de la corta revolución liberal de 1820-1823, España entraría en la más sangrienta represión y el más significativo retroceso que país europeo alguno entonces pudiese padecer. De este modo muchos liberales convencidos tuvieron que emigrar en la primera gran emigración de todas las que luego tuviese España en su historia. Uno de ellos lo fue el escritor toledano Juan Antonio Hermógenes Calderón (1791-1854)
Ingresado en un convento desde niño, asentido por él buscando ahora más la cultura adquirida que una ferviente religiosidad, llegaría así a convertirse más tarde en un estimado filósofo y filólogo español. La guerra de ocupación francesa le llevaría -como a todos, religiosos o no- a luchar en todos los posibles frentes de la nación. Arraigado en la tradición más liberal, defendería sus creencias -afuera ya del convento- claramente ahora en todos los escritos que su pluma le ofreciese. Inevitablemente debió cruzar la frontera y llegar así a Francia en 1823. Apartado por completo de su fe católica, muy fundida ésta por entonces en contra del liberalismo, finalmente se convertiría a la fe evangélica, se casaría con una francesa y publicaría allí sus obras y estudios gramaticales. En Francia nacería su hijo Philip, un artista que con los años acabaría siendo uno de los pintores ingleses -se naturalizó británico- de la fértil época victoriana. Como creador, combinaría el clasicismo artístico del momento con las narraciones históricas y literarias que, por entonces, finales del siglo XIX, atraerían ya a un público ilustrado y seducido además por la belleza.
Isabel de Turingia (1207-1231) fue la segunda hija del rey de Hungría y de Croacia, Andrés II. Desde muy pequeña tuvo una delicada, sensible y extraordinaria personalidad. Pero, como hija de un rey, debía comprometerse con un real vasallo de importancia. Su compromiso con el conde de Turingia, Luis de Hesse, la llevaría desde los catorce años a vivir un matrimonio feliz y una vida de dulzura hacia todos los seres que la rodearan. En la primavera de 1226 irrumpió una plaga mortífera en Turingia, al este de Alemania. Lejos ahora su marido, ella tomaría las riendas de su feudo y ofrecería así ayuda a los más necesitados de los alrededores. Construiría cerca de su castillo un pequeño hospital, y los atendería con su precoz -diecinueve años entonces- actitud ante los dramas más humanos de los hombres. Un año después, cuando Luis de Turingia marchase a la sexta cruzada (1228-1229), fallecería el conde de una peste ocasionada ahora en el sur de Italia en 1227. Ahora ella quedaría desamparada, después de nacer su hija Gertrudis incluso, pequeña que sería entregada ya a un convento, tuvo que hacer frente a las intrigas de poderes y fue cuando su bondad tan decidida la llevaría entonces a una vida retirada. 
El noble y clérigo alemán Conrado de Marburgo acabaría siendo el guía espiritual que Isabel de Hungría tuviese en aquellos difíciles momentos. Hombre muy duro, en exceso riguroso -acabaría siendo inquisidor alemán-, influiría en la fe de Isabel y ésta, convencida de que su vida no podría ir ya por otro camino que el de la entrega a los demás, algo que sólo podría hacer por entonces la alta nobleza ingresando en una orden, acabaría ella así intentando acceder a la prestigiosa -por caritativa y entregada- reciente orden franciscana. Pero, ahora, el inflexible Conrado no creería que ella pudiese dejar las alhajas, la alta cuna, la vida desahogada y pudiese, a cambio, soportar la existencia de pobreza y de entrega tan extrema. Alumbrado por su celo y, acaso -en esto influiría la leyenda, la actitud heterodoxa de los liberales de la época y el anticlericalismo del pintor y de su padre-, por la hipócrita represión de un irracional celibato deseoso, el irrespetuoso Conrado de Marburgo la obligaría a renunciar a la vida terrenal arrodillada frente a un altar de su convento..., pero, ahora, del todo ya desnuda.
Y es así como el pintor Philip Hermógenes Calderón (1833-1898) compondrá su impresionante obra en 1891. En la impactante y bella imagen se destacará ahora la iluminada y hermosa forma serpenteante de Isabel de Hungría. Detrás de ella se situarán las figuras del descarado Conrado y de dos monjas franciscanas, éstas no la mirarán a ella, pero no así él, que la mirará con un deseo reprimido y con el privilegio de ser, ahora, el único varón que pudiese admirar tanta belleza ya humillada. La composición es tan solemne y a la vez tan sencilla; tan oscura, depravada, obtusa y dominante por un lado, como tan natural, extraordinaria, orgullosa, victoriosa y triunfante por el otro. Porque aquella humillación, esa innecesaria forma de renunciar a todo por dedicar su vida a lo que ella deseaba, no fue tal, no acabaría siendo ahora una taimada forma de defenestrar a una dama -toda una magnífica belleza joven y aristocrática- sino todo lo contrario, fue la humillación de los otros, del reprimido Conrado y de todo lo que él representaba, lo que acabaría ya humillándose allí por entonces y luego aquí en este cuadro.  
(Óleo del pintor británico Philip Hermógenes Calderón, 1891, Acto de renuncia de Santa Isabel de Hungría, Tate Gallery, Londres.)

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