Revista Arte
La mayor tragedia humana es poder concebir una perfección a la que el ser nunca alcanzará.
Por ArtepoesiaA pesar de no haber tenido entre sus naturales a ningún gran creador renacentista o barroco, Inglaterra llegaría a dar uno de los más geniales y originales artistas del Romanticismo de toda la historia. Joseph William Turner (1775-1851) demostraría pronto que el genio pictórico puede narrar ya, extraordinariamente, tan solo ahora con colores, espacios y formas, lo que las emocionales y desgarradas semblanzas intrincadas de la literatura habrían alcanzado -y alcanzarían- en muchas de las románticas creaciones poéticas de entonces. Y el mayor poeta que cantara ya esas odas emotivas lo fue el gran Byron. Así como haría ya éste, Turner viajará por Italia a principios del siglo XIX. El pintor querría conocer ya las ciudades y los lugares donde naciera la pintura, para encontrar de este modo sus afinidades, sus raíces y sus inspiraciones más creativas. Pero a cambio, sin embargo, Byron no buscaría nada de eso. El gran poeta, el primero de todos que comprendiera ya que lo más íntimo de la desesperación humana formaba parte ineludible de la misma grandeza del hombre, peregrinaría por el sur de Europa buscando -más que inspirándose, aunque conseguiría ambas cosas- la evanescente sensación de que vivir era una experiencia demoledora, fugaz e insatisfecha.
Con su obra Las peregrinaciones de Childe Harold, 1818, Byron conseguirá definir la personalidad romántica por excelencia. Su protagonista, un alter ego de su propia existencia, acabaría mostrando ya las características propias de los seres que llevarían el rasgo de héroe -más bien antihéroe- byroniano. Perceptibilidad, sofisticación, misterio, emotividad, introspección, independencia, decepción y rebeldía. Y es así como el protagonista de su obra, Childe Harold, se embarcará en un velero rumbo a Portugal desde su Inglaterra natal. Atrás dejará su vida, su historia, su pasado, sus pasiones, sus desvelos y sus emociones embargadas para tratar de ver, con otros ojos, un nuevo sentido a todo esto. Y lo buscará desde la convicción de que nada ya de lo que halle pueda hacerle cambiar ahora de lo que entonces pensaba. Dirá el protagonista una vez: Y ahora que, cercado por un mar sin límites, me hallo solo en el mundo, ¿suspiraré por otros cuando nadie lo hará por mí? Quizá mi perro llore mi ausencia hasta que una extraña mano venga a alimentarle; pero a la vuelta de algún tiempo, si yo volviera a mi patria, se avalanzaría a mí para morderme.
Turner, sin embargo, buscaría en Italia la luz; pero también la semblanza y la sensación que otros antes que él ya hubiesen presentido. Así, viajará por Milán, Bolonia, Florencia, Narni, Sorrento, Amalfi, Nápoles. Mirando, sintiendo, inspirándose sobre todo en los clásicos renacentistas y en los poemas de Byron. De éste se decidiría por crear un grandioso óleo homenaje a su obra Las Peregrinaciones de Childe Harold, y en este caso bajo la atmósfera italiana de uno de los cantos de Byron. Pero, y ahora, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo representar en un lienzo la poética avasalladora, sosegante y decepcionante a la vez, de la mística y volátil descripción lírica del poeta? Pero, en Turner, esto era parte de su arte, conseguir plasmar en una imagen una de las pocas cosas imposibles de describir con colores y con formas: las emociones narradas con palabras desde la más profunda de las sensaciones más íntimas y humanas.
Y así crearía su lienzo, titulado exactamente igual que aquel poema. Elegirá un maravilloso paisaje italiano campestre. Un lugar ahora donde la luz es verdaderamente aquí ya la protagonista. Hará de la luz un reflejo del propio ánimo del personaje principal del poema de Byron. Porque aquí, en esta hermosa imagen natural y paisajista, la luz del atardecer -porque debe ser un atardecer- reverberará inquietante entre los roquedales medio verdecidos; entre los cauces y sus inclinadas aguas blanquecinas; entre la alegría manifiesta y serena de los seres, y entre las oscuras e intimidantes fauces sibilinas de una entrada sinclinal. También, entre la quebrada silueta de un puente de rivera ahora ya mal construido, y hasta en el lejano y alto perfil de los restos sin sentido de una antigua, perdida y olvidada fortaleza. Todo ello contrastará aquí con la silueta del magnífico árbol, con su elegancia, con su firmeza, con su aguerrida soledad, y sobre todo con su perfecta coronación terminal de hojas ahora siempre verdes y aciculares. Tras de ella, tras de su redondeada perfecta figura, estará ahora el cielo azul, un firmamento en parte poderosamente blanco ya en su postrer lejanía, pero luego azul, un azul muy profundo hacia la parte más oriental de su perspectiva. La tenebrosidad brumosa de algunas de las formas dibujadas, que el pintor conseguirá aquí entre los perfiles más alejados del paisaje, contrastará con la fugacidad de las personas satisfechas y con la perfección, perenne además, del gran y solitario pino ahora ya muy reverdecido entre las brumas.
Un dramaturgo compatriota de Byron, Terence Rattigan (1911-1977), escribió ya una obra teatral extraordinaria en 1952 -Un profundo mar azul-, donde los protagonistas ahora se sumergirán en las desoladas e incomprendidas aguas de lo humano. Un imposible e insufrible romance acabará con el intento suicida -frustrado por fortuna- de la protagonista, frente a la imposibilidad de aceptar ella la realidad que le acontece. En una de las ocasiones que tendrá para justificarse, absolutamente confundida y abrumada, le contestará a otro personaje que ya le habría cuestionado su acción: a veces es difícil discernir, atrapada entre el diablo y el profundo mar azul.
(Óleo Las peregrinaciones de Childe Harold, 1823, del pintor romántico inglés Joseph William Turner, Tate Gallery, Londres.)
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