



¿Cómo describir la obra de Monet desde la teoría iconológica del Arte? Porque el autor apareció ya como un reflejo extraordinario de lo que sucedió en la pintura a finales del siglo XIX. Pero Monet (1840-1926), además, vivió y creó durante muchísimos años. Tantos que en su biografía se sucedieron varias tendencias, varias formas muy distintas de encarar una modernidad, esa que él mismo abanderó además ya con su peculiar estilo. Él es el Impresionismo, pero, también, una abundante muestra demasiado convencional y contaminada así de las típicas imágenes apropiadas ahora por el diseño, la publicidad o el decorado. ¿Quién no ha visto alguno de sus coloridos paisajes vegetales como centro de alguna etiqueta publicitaria, de algún producto o de un calendario oportuno? Con Monet descubriremos al gran creador que fuese pero, también, -sin él desearlo realmente- al artista artesano o al publicista del Arte.
Esa ambivalencia, esa forma que le caracterizó también como un versátil y muy poderoso creativo, no hizo sino ofrecerle ahora una desafortunada proyección en el ámbito de la creación menos sublime o, quizás, en la menos dedicada a combinar ya impresión con artificio. Entendido el artificio aquí como un lenguaje artístico profundo, no como un recurso denostable. Pero a Monet esto le importó muy poco, a sabiendas incluso de lo que equivalía. Posiblemente, tampoco llegaría a intuír lo que la producción de imágenes supondría ya en el siglo XX para competir ahora con el Arte, para ser objeto de más cosas que de un grato momento de visión emotiva. Aunque, insisto, poco demostró Monet tratar de diferenciar toda representación de una creación pictórica, fuese ésta la que fuese. Porque crearía extraordinarias obras maestras, cuadros que siguen demostrando así la perfección de sus líneas, de su composición, de sus colores, de sus recursos estilísticos, para hacernos distinguir ahora ya entre sus lienzos una mera sombra de un maravilloso reflejo.
Sin quererlo exactamente, se convertiría Monet en el padre putativo de todos los aspirantes a crear desde el más sincero pero absoluto diletantismo, desde el más relajante y honesto modo de ejercer ya como amateur. La posmodernidad vino a adueñarse de un estilo que, dada su elástica, subjetiva, colorista, amalgamada, luminosa, floreada, simplista e insustancial forma -algo poderoso por su extensa manera de llegar a todos y ser comprendido-, fuese capaz ya de incidir en todos los estilos, en todas las formas de expresión que mostrara, así, la impresión ahora de un paisaje furibundo. Pero, sin embargo, luego está el otro Monet, el que es muy capaz de crear algo imposible de no ser comparado con las más grandes obras maestras del Arte. Con él hay que aprender a ver, hay, quizás, que entender mejor que con otros autores las obras que hizo. Porque hay que desentrañar la paja del grano, la esencia de la imagen artística del manido y florido paisaje acostumbrado.
En una de sus últimas etapas, a comienzos del siglo XX, crearía obras impresionistas de gran interés cuando el Impresionismo dejaba ya paso a otras tendencias. Su obra El Palacio Ducal, de 1908, es la esencia del Impresionismo más subyugador. Un paisaje veneciano, un palacio renacentista, además, una arquitectura de extraordinarios efectos de Belleza sugerida. Una laguna de reflejos imposibles pero reales. Sólo apenas dos colores, sólo dos armonizarán aquí el sustento de toda la obra. ¡Qué grandeza de creación! ¿Cómo se puede hacer eso, y demostrar que lo creado es lo que es? ¿Qué ojos internos no hay que tener ya para traducir aquí el sentido más natural de lo que vemos? Sólo los más grandes pueden hacerlo. Y él lo hizo, sin complejos, sin alardes, sin demora ni tardanza de un estilo que habría muerto, sin embargo, mucho antes. Así vino además a demostrar que el Arte llegaría a rozar las fronteras de lo etéreo, de lo que, sin llegar a serlo realmente, se basaría en las mismas máximas no escritas de lo creativo, de lo que surgirá ya de lo humano sólo por serlo; aunque, eso sí, unas veces como muestra de lo menos artístico que exista, y, otras, como un fiel y grandísimo reflejo de lo mejor.
(Obras de Claude Monet: Lienzo El Palacio Ducal, 1908, Museo de Brooklyn; Óleo Campo de amapolas en Argenteuil, 1875; Cuadro Ninfeas, efecto en el agua, 1897, Museo Marmottan, París; Óleo Lirios del agua y puente japonés, 1899, Universidad de Princeton, EEUU.)