Tengo un amigo que nació llorón y con cabellera, como el resto, pero la genética (esa humorista invisible que nos dejan en herencia) le quitó el pelo de la cabeza y se lo puso en la espalda. Mi amigo, o algo así, está convencido de que a todos los hombres de cierta edad nos crece una mata de pelo sobre el culo, pero nos hacemos la cera a escondidas avergonzados de nuestra pilosa virilidad. También cree que los hombres somos tan primarios que nuestras lágrimas están esperando para saltar cuando Messi hace un regate. Si nos gusta la poesía, como hombres que somos, dejamos de ser “tíos”, somos nenazas. Otro argumento para que nos depilemos la espalda a escondidas…
Mi amigo, o algo así, se olvida y duda de todo lo que no le ha dado placer o dinero. Se acuerda de su chalet en la playa y defiende la construcción en la costa como motor del empleo, pero olvida que casi la cuarta parte del litoral ha desaparecido en sólo 25 años. Defiende a los seres humanos (a los bien vestidos), porque los animales son tontos y han nacido para que los comamos, salvo los perros, que sirven para cazar y ser cazados de un tiro cobarde, cuando ya no pueden levantar perdices. “Los animales no piensan, no tienen sentimientos”, suele decir, sin pensarlo ni sentirlo.
A mi algo, o amigo, la noticia de que los delfines puedan recordar “la voz” (silbido) de compañeros suyos, por un periodo de 20 años seguro que le produce risa, como le pareció ridícula la noticia de hace un mes, en la que dos biólogos de la universidad de St Andrews demostraron fehacientemente cómo los delfines usaban nombre propio y llamaban a los amigos de su especie por el suyo, igual que nosotros.
Al tal algo, amigo de alguien, le fallan memoria y creencias porque le entristece su vida improductiva y, como decía Esquilo: “No hay dolor tan grande como el recuerdo de la alegría en dolor presente”
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