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La mina, siempre la mina

Publicado el 08 julio 2012 por Alfonso65 @AlfonRoldan
La mina, siempre la mina
En enero de 1990, trabajaba yo en Mundo Obrero. En aquellos días, los accidentes en la mina se sucedían uno tras otro. Y me fui a Oviedo, entrevisté a Gerardo Iglesias, como rememoré en esta entrada; y bajé a la mina, al Pozo Samuño, En Langreo. A Samuño le conocían como El Rojillo. De unos ochocientos trabajadores, más de quinientos pertenecían a CCOO y alrededor de doscientos a UGT. Resulta imposible narrar con suficiente elocuencia lo que supone enfrentarse cada día a la mina, “más o menos, siempre sale alguien esgonciau”. He respetado el reportaje (salvo algún giro que con los años veo desfasado), un reportaje, como tantos que pude realizar gracias a la confianza que me daba de mi jefa Ángela Bautista. Gracias a ella aprendí mucho y viví inolvidables experiencias. Pude hacer el último periodismo que se hacía yendo a los sitios y con máquina de escribir.
(¡Ah!, en esta ocasión las fotos son mías. Salvo una, en la que salgo)
Cuando baja el primer turno, el Sol no se ha atrevido a saludar. La oscuridad se mezcla con la niebla y la niebla con los humos de una zona que siempre supera los índices permitidos de contaminación. Al fondo, siluetas al contraluz de farolas que iluminan lo suficiente como para crear un tétrico clima.
La cantina es otra cosa, es el refugio de un buscado buen humor. Los carajillos calientan el cuerpo y el ánimo. Antonio, Bocanegra, saluda de su particular modo a los compañeros. Esto es, mezcla de puñetazos con expresiones no excesivamente sensibles. De ahí su apodo, “me lo pusieron varios, entre ellos el cabrón éste de José Luis”.
Bocanegra y José Luis son los encargados de guiar los pasos del visitante. El primero no para quieto un instante. Echa toda la carne en el asador de su vocabulario al saludar a los compañeros del SOMA-UGT. José Luis es más calmado. Al percatarse de que para un madrileño a veces es difícil comprender determinadas expresiones, reconoce que no hablan ni en castellano ni en bable, “tengo dos guajes que están aprendiendo bable en la escuela y no nos entendemos, y cuando fui a Madrid por el entierro de Pasionaria tampoco nos entendían”.
Un cigarrillo tras otro y comienzan los preparativos para bajar al pozo. Firmar en libros y la frase mil veces repetida: “no se puede bajar con cámara de fotos ni con nada que sea eléctrico”.
El encargado de proporcionar el equipo, con una barba valleinclanesca, adopta una actitud casi paternal. Mono, camiseta, calzoncillos, calcetines, botas, guantes. Y un descolorido aunque limpio pañuelito. Su utilidad es bien sencilla, “es por si te mancas, si te haces un corte viene muy bien para hacer un torniquete. Aprovéchalo para envolver la llave de la taquilla”. Luego el casco y la lámpara.
La luz del día comienza tímidamente a aparecer. Unos minutos de espera antes de entrar en la jaula. Los cigarros se devoran, luego son muchas horas sin poder fumar. El gesto de los mineros expresa su odio a lo que les espera abajo. Aparece un vigilante canoso y uniformado, encargado de que los que tienen coche aparquen correctamente. Como si de un comandante en plaza se tratara, abronca a Bocanegra, porque “has movido un bidón para meter tu coche”, y el supuesto infractor…, “habla mucho que no te escucho”.
Hasta la octava planta son 500 metros de vertiginoso descenso. Es adentrarse en las entrañas de la tierra en eso, en una jaula. Por fin, la galería. José Luis, “¿verdad qué impresiona la primera vez que entras en la jaula?” Uno, que lo más profundo que ha bajado ha sido a la línea 6 del Metro de Madrid, intenta envalentonarse, pero “sí que impresiona sí”.
“¡Camarada!”
Agua, barro, vagonetas, polvo y una profunda oscuridad desvirgada exclusivamente por el círculo de luz que produce la lámpara. En un mínimo espacio seco, unos mineros toman el bocadillo. “En estas condiciones no puede aprovechar el bocata”. Y Bocanegra, “lo que más presta en la mina es el bocadillo y un trago de vino. Aquí abajo el vino sabe diferente”.
Un rato de camino y comienza el descenso por la “rampla”. La “rampla” es el taller, la explotación donde están trabajando los picadores. La rampla es indescriptible, hay que tumbarse, “rotar”, colgarse…Todo el cuerpo y todos los sentidos están en funcionamiento. Y ahí, haciendo malabarismos, los picadores. Un “martillu” de siete kilos lucha desesperadamente con el carbón. Aquello es la locura, saber que el salario es en función del mineral extraído enloquece a picadores, a posteadores, a maquinistas, a barreneros, a artilleros… Esta locura hace que a veces ocurra lo que ocurre. El temido derrame, el pie que se pone en mal sitio…
Y Bocanegra, dicharachero, saluda: “¡hola camarada!” Y suena bien. Ocurre como con el vino, la palabra camarada a quinientos metros de profundidad suena diferente. Como el carbón que se le roba a la tierra; a base de pelear con postes, entrantes, salientes..., se desemboca en otra galería. En ésta, una máquina que intenta realizar el trabajo de los picadores, “la rozadera”.
La mina, siempre la minaEn el sentido opuesto, los barreneros, hombres-músculo que levantan los “cuadros” como si de plumas se trataran. Los “cuadros” son grandes vigas con algo más de veinte kilos por metro. Y los barreneros inyectan la barrena para preparar el terreno a los artilleros. El ruido que generan se introduce por todo el cuerpo haciéndose insoportable. Y las paredes, como si lloraran, responden con una espesa capa de miles de partículas de agua.
Aquí, el ambiente es especialmente irrespirable. La humedad y el sudor inundan los cuerpos. La ventilación se realiza artificialmente.
Retroceder nuevamente por el barrizal que es la galería.
Chapoteos y tropezones, “para aprender a moverse mínimamente por la mina, se necesitan unos tres meses”. Un vigilante cargando carbón en una vagoneta. Bocanegra: “lo que había que hacer era meter ayudantes en vez de reducir plantilla. ¡A quién se le diga! Un vigilante cargando…” Y luego, por supuesto, una larga lista de improperios contra Hunosa, los patrones, el Gobierno…
De nuevo en la jaula. A través de la rejilla del suelo se observa cómo el fondo va convirtiéndose en un minúsculo agujerito.
Y luego el costoso trabajo de quitarse el polvo negro mezclado con sudor. El polvo está por todo el cuerpo. En lo más profundo de las orejas, en las pestañas, entre las uñas… Los músculos se relajan y a las pocas horas duelen los miembros como si uno hubiera sido víctima de una tremenda paliza.
Sin duda hay que tener mucho valor, o al menos buscarlo para enfrentarse todos los días con la muerte, con los accidentes. Para enfrentarse con ese descenso al infierno que es la mina. Más aún cuando los responsables de la seguridad, los patronos, son “lo más ruin, explotadores y deshonestos empresarios que pueda tener ningún otro sector”.
Marcha negraCon esta entrada quiero homenajear a esos valerosos mineros, a sus mujeres, que aman odian a las entrañas de la tierra; a esos trabajadores, ejemplo de dignidad, que pelean por salvar a sus comarcas y sus familias, bien sea en Asturias, León o Aragón. La marcha negra llega a Madrid, por Moncloa, el martes a las diez de la noche. El miércoles se manifiestan desde Colón hasta el Ministerio de Industria, a las once de la mañana.La mina, siempre la mina

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