Revista Religión
Leer | Salmo 42.5-8 | Hay personas que sufren los efectos del desánimo durante años, y no saben cómo reparar el daño causado por este devastador sentimiento.
La frustración es nuestra respuesta emocional ante experiencias en las que los resultados no son los esperados. Cuando nos negamos a reconocer y a enfrentar la realidad de un fracaso, podemos comenzar a desanimarnos. Las frustraciones son inevitables, pero los creyentes no tienen que ser esclavos del desánimo.
Todos enfrentamos con regularidad dificultades que pueden hacer que nos sintamos débiles. Sin embargo, el desánimo —como cuando se atraviesa un túnel oscuro— debe ser temporal: después de un breve tiempo debemos estar en el otro lado. Yo he experimentado situaciones en las que estuve muy abatido. A veces, he tenido que ponerme de rodillas para clamar a Dios por aliento. Después de pedirle que me dé un cambio de actitud y me ayude a dejar a un lado mi carga, he podido sentirme mejor.
Para obtener la victoria, debemos primero mirar dentro de nosotros mismos. Reconocer la razón concreta de nuestro desánimo, como también los conflictos no resueltos que haya en nuestro corazón. Identificar la raíz de nuestros sentimientos de tristeza nos permitirá superarlos. Pero más importante aun, debemos volvernos a Dios. Mientras nos mantengamos hablando de nuestro dolor, sufrimiento, turbación o de nuestros sueños hechos trizas, nos regodearemos en la desesperación. Pero en el momento que levantemos nuestra cabeza y digamos “Padre”, daremos el primer paso para dejar el desánimo.
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