Fue un invento del cine estadounidense y durante décadas la única cinematografía que lo defendió hasta popularizarlo y convertirlo en género: esa visión positiva y modificadora de la personalidad para padres y --sobre todo-- madres que supone el embarazo. Los personajes pueden ser todo lo cínicos e inclasificables que se quiera, pero cuando se materializa la perspectiva de la maternidad siempre se recibe con una alegría sin dobleces; el asunto, además, queda al margen de toda crítica e ironía, y los conflictos abiertos en suspenso. El argumento se convierte entonces en una especie de pruebas vitales para demostrar el valor, la determinación y/o la madurez de los progenitores. Y luego la crisis existencial justo antes del parto (siempre sobrevenido) todo encaja y se alinea como debe. Padres felices y sin vacilaciones, familias y amistades reencontradas. A los padres se les revela, de la manera más inesperada, una nueva convicción acerca de la continuidad de la vida (de forma muy parecida a como la descubrieron sus padres, de lo cual se enteran precisamente entonces) y un deseo --agazapado desde que comenzó su adolescencia--de encontrar su lugar en las reuniones y tradiciones familiares. En corto y claro: dejar atrás la juventud y hacerse un adulto responsable (precisamente lo que todos odiamos en esa fase de la vida). Sólo muy recientemente se ha perfeccionado y ampliado este natalismo cinematográfico --por definición conservador, ultrapositivo y sin fisuras-- gracias a la incorporación de nuevos roles: historias sobre madres que no esperan ni desean serlo, las cuales plantean, cada vez más seriamente (no como simple mención) la opción del aborto, desplazando el embarazo hacia una periferia donde es blanco fácil para una visión crítica y poco complaciente.
Hoy el natalismo --en cualquiera de sus variantes por nivel de positivismo, ñoñería y desacato-- está presente en la mayoría de las cinematografías, aportando inclusividad y polémica a este tema universal: Ninjababy (2021), El acontecimiento (2021); incluso en títulos tan a la contra como Lío embarazoso (2007) o Juno (2007). El cine español tampoco ha sido una excepción, sobre todo desde que las directoras han consolidado su acceso a la industria: Cinco lobitos (2022) o Mamífera (2024). Incluso la televisión y las series han hecho suyo el esquema más comercial del natalismo sin apenas variaciones. Hay donde escoger. Pero hay novedades: la generación centenial ha alcanzado la edad fértil y empezamos a ver películas que incorporan su punto de vista, inevitablemente anclado a sus filias y fobias sobre la vida y el amor también. Empezando por su resbaladiza relación con la maternidad, producto de una tormenta sociopolítica y demográfica perfecta. Sin embargo, después de ver con bastante retraso Los días que vendrán (2019) de Carlos Marqués-Marcet, me da la sensación de que, con su aportación, no nos vamos a alejar demasiado de la comedia agridulce; si acaso veremos un aumento importante de las dosis de drama y de reivindicación social; en lo demás, pocos cambios.
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Los días que vendrán es básicamente un encadenamiento de situaciones ya conocidas en otras películas, telefilmes y/o series sobre el proceso de gestación; en este caso formando una crónica vivamente generacional de la procreación en general y la maternidad en particular, en versión centenial. Claramente decantado hacia el punto de vista de la madre, el filme narra el itinerario sentimental y sociológico de Vir (Maria Rodríguez Soto) y Lluís (David Verdaguer) --una joven pareja con empleos cualificados y precarios-- cuando de pronto un embarazo no deseado ni esperado se cruza en sus vidas. Incluye todos los tics, obsesiones, manías, lugares comunes, mitos y aportaciones inéditas de los centenials, sin dejar prácticamente ninguno: mitificación del tiempo que les tocó vivir a sus padres (una época feliz porque la idealizan y a la que aspiran sabiendo que nunca llegará, probablemente la piedra angular de su inestabilidad interior); el convencimiento íntimo y unánime de que van a vivir peor que sus padres; el mantra de que las cosas se tienen que hablar en pareja, algo siempre exigido a toro pasado, pero nunca declarado por anticipado; los desajustes sobre la crianza que cada cual considera apropiada (arrimándose como nunca antes a su mochila familiar); la reivindicación del derecho a abortar (más que nada como mención, para dejar claro que parir no es una obligación, y nunca llevada a término. Al fin y al cabo es una de las premisas del cine natalista); la exaltación de la maternidad, materializada --como siempre se ha hecho, esto no es nada nuevo-- en el acto de amamantar en soledad, en el vínculo inefable entre madre e hija que se establece, mostrado como si ese instante compensara todo lo demás y justificara cualquier sacrificio (segunda premisa del cine natalista). Rodada cronológicamente --los protagonistas eran pareja en la vida real y esperaban un bebé-- con un ritmo rápido, sin apenas dejar mostrar nada más allá de las conversaciones entre la pareja protagonista. Al anteponer tantos elementos de la realidad, el paso de los días y los hitos del proceso se imponen, casi como un orden del día a tratar en las diversas escenas, dejando escaso margen para una ficción más elaborada.
Como miembro de la Generación X, me resulta inevitable detectar, en algunos diálogos, en la planificación de determinadas escenas, las señas una identidad centenial que busca emerger como discurso dominante, propio del grupo humano que ya ha comenzado el tránsito que la convertirá en el eje político y económico de la sociedad. Sí, está claro que estos jóvenes saben lo que quieren, excepto cuándo es el momento de tener descendencia; pero eso es algo que ninguna generación ha sabido nunca, la diferencia es que ellos creen que son los primeros en planteárselo tan crudamente. Todos lo hicimos. Todos los harán. La cosa es que Los días que vendrán parece que ha sido rodada más como manifiesto generacional que como ficción con posibilidades de drama y comedia...