Revista Arte
La Mitología como un asidero consecuente: el sentido trascendente de la vida, la historia y el Arte.
Por ArtepoesiaEl cristianismo en un deseo de alejarse del mundo judaico como del pagano utilizó ya parte de la Mitología griega, concretamente la mitología mística del siglo VI a.C. Una mitología muy diferente a la homérica de siglos atrás, ésta más agresiva, realista o racionalista, llenas de héroes feroces, atropellos, incestos, conquistas o deseos. Sin embargo, esta nueva mitología, más espiritual que épica, surgió en la Jonia griega del siglo VI, a.C. donde la influencia de Oriente medio y Asia fue muy decisiva, además de la nueva concepción más pacífica e intelectual que los griegos del Egeo y de la costa Jonia tendrían para afrontar los problemas del mundo y de los hombres. Con esta mitología mística helénica presocrática, los primeros cristianos quisieron dar una forma referencial más creíble -justificar así incluso la sabiduría, la trascendencia o el mensaje mistérico- a su nueva creencia religiosa. Unos elementos culturales o filosóficos que conocían ya desde siglos atrás los pueblos de mayor influencia histórica por entonces, el siglo I d.C., es decir, el ámbito greco-latino, el mundo al que se dirigía sobre todo esta nueva religión, ese cristianismo salvífico, algunos de cuyos mitos antiguos, de ese mundo greco-latino, tendrían un muy poderoso sustrato metafísico o trascendental.
Todas las religiones no han sido más que mitologías, algunas originales -la judaica, la griega-, otras meras copias de las que provienen sus creencias -como la cristiana o la musulmana, por ejemplo-. La diferencia con respecto al ámbito greco-latino sobre todo fue la separación que Grecia hizo del mito, de la religión y de la sociedad, frente al mundo judaico, por ejemplo, que no hizo distingo alguno. Los griegos evolucionaron en su cultura: después del misticismo del siglo VI a.C. llegó Sócrates y Aristóteles..., y las siguientes escuelas filosóficas supieron además combinar un cierto mensaje salvífico con la realidad mundana más momentánea -epicureísmo y estoicismo-, y desarrollaron así una diferencia básica entre gobernar la sociedad -teocracia/democracia- y gobernarse el propio individuo -filosofía/misticismo personal-. Cosas que no hicieron los judíos ni, posteriormente, el cristianismo, que no distinguieron la sociedad del individuo, todo era una misma cosa, una determinada revelación para dirigirse por este mundo y poder luego, así, alcanzar el otro. Pero, a pesar de las similitudes del cristianismo con las grandes religiones monoteístas, supo éste acercarse al misticismo griego y diferenciarse ya de las otras... Primero, supo utilizar además la mitología judaica en propio beneficio: el Antiguo Testamento y su mitología genealógica y retórica del mundo; segundo, supo también identificarse con aquella mitología mística griega, la cual le ofrecería así unas bases metafísicas muy elaboradas, sofisticadas mistéricamente.
Y toda Mitología es buena..., para la psicología, para la filosofía, para el Arte... El error de algunas religiones, su falta de flexibilidad, su dogmatismo exigente y anacrónico, consistirá precisamente en no atender a ninguna mitología. Porque la mitología da una respuesta literaria, artística, cosas que no siempre convienen si lo que aquéllas desean más que otra cosa es dirigir el mundo y la vida de los hombres. Y ese fue también el error de la Reforma. La Reforma protestante no ayudó al cristianismo, ayudó más a la sociedad, a la configuración de los estados, a la democracia, pero se apartó de la mitología, cosa que el Catolicismo no hizo, todo lo contrario, la reforzaría con la Contrarreforma. Y así el Arte y la Literatura que auspiciaron..., de la que el siglo de Oro español tiene mucho que decir... El fenómeno fundamental de la mitología del cristianismo es la muerte de Jesús, su crucifixión. De no haberse producido no habría cristianismo. Porque el mensaje de salvación es general en todas las religiones, pero sólo en una el personaje fundamental de la misma muere a manos de la gente, de los hombres, del mismo mundo que pretende salvar. Y por ello los cristianos de los primeros siglos encontraron ya en un mito griego, el de Orfeo, la similitud proverbial más convincente para ayudar a comprender ese misterio.
Fue un poeta lírico griego del siglo VI a.C., Íbico, quien compilase los versos que hacían referencia a un poeta-músico de Tracia, uno que alcanzara la virtud más prodigiosa con su arte. Tal grandiosidad conseguiría que hasta los animales y la Naturaleza acababan por adaptarse a sus deseos. Era la primera vez que un personaje griego de la mitología, un héroe, utilizaba su capacidad artística o su virtuosidad creativa más que otra cosa. Antes todos ellos habrían utilizado la fuerza, la pasión desbordada, la inteligencia taimada -Ulises- o la heroicidad más poderosa, pero ninguno hasta entonces habría utilizado ya su lado más humano, mental, inspirado, amoroso, gentil, musical, poético, artístico... Y eso fue lo que caracterizó a Orfeo, un personaje griego de dudosa existencia real durante el IV o III milenio antes de Cristo, pero llevado luego a la poesía lírica griega con los rasgos nuevos de una mitología diferente. Tal mitología influyente llegaría a ser que configuró una secta en Grecia, el Orfismo, una ideología mística que, arraigada en filosofías pitagóricas, acercaron el mito a la utilidad trascendente: retornar de la muerte, superarla con los rituales órficos de la vida después de la muerte. La leyenda exacta (que no habla del orfismo sino de Orfeo, que es distinto) en que se basó aquel poeta y la mitología subsiguiente se ignora, tan solo nos quedan los relatos que los romanos escribieron de aquel mito.
Y los escritores latinos versionaron la leyenda que nos ha llegado: el deseo de Orfeo de recuperar su amor -Eurídice- perdido en el Hades. Y para ello utilizó su arte y convenció a los porteros del infierno y a los dioses del inframundo para que retornase él con ella a la vida. Virgilio es el escritor romano más pesimista, por lo tanto, el más mistérico; Ovidio es el más optimista, por tanto, el menos misterioso. En Virgilio, Orfeo consigue convencer a los dioses y llevarse a Eurídice, pero con la condición de que no la mirase hasta que no hubiesen salido del Hades. Como no fue así, ella regresaría para siempre al inframundo, y Orfeo, transformado luego, terminaría sus días solo dedicado ya a su arte y a su creatividad. Moriría destruido por las Bacantes, unos personajes dionisíacos que no habrían soportado el cambio -esa transformación- de Orfeo luego de regresar del Hades sin su amor -su Alma no purificada-. En Ovidio ambos acabarán juntos, luego de que Orfeo regrese otra vez al Hades a por ella.
La leyenda siempre fue interpretada como un deseo humano irrefrenable de Orfeo, ahora en su camino con ella hacia el final del Hades, un deseo de volverse a mirar el rostro de su amada. Pero, no lo creo, no creo que Orfeo fuese tan tonto..., poco le faltaba ya para salir. ¿Por qué se volvió, entonces? ¿Lo hizo porque Eurídice le llamó...?, no tiene otra explicación. Fue ella, el Alma, aún no purificada, la que le llamó a él porque no deseaba aún salir de allí... Y esa fue la transformación de Orfeo luego en el mundo. Comprender él así ya la necesidad de la purificación, la incapacidad de un alma de quedar a medias en su proceso de conseguirlo. Siglos después, un personaje judío nacido en Galilea -no en Tracia- es llevado a una situación parecida según la leyenda -la mitología judeocristiana-. Y que en pocos años, unos quince o veinte, después de su muerte habida en Jerusalén, una secta judaica escindida tratará de hacer lo mismo que aquel poeta lírico de Grecia, relatar la epopeya de su héroe gentil, su vida, muerte y resurrección. La diferencia es que con esta mitología se llegó a conseguir la religión más importante habida en la historia. Pero, como aquélla, ambas ayudarán en algo a remover conciencias, a pronosticar deseos, o a inspirar cosas..., aunque éstas tan solo sirvan, a veces, para admirar una obra de Arte, una obra que nos ayude, del mismo modo, a comprender en algo la tan oscura -por inexistente- realidad misteriosa y metafísica del hombre.
Cuando en 1779 el gran pintor español Goya fuera desestimado -frente al pintor Mariano Salvador Maella- para ser el primer pintor del reino a la muerte de Anton Raphael Mengs, la Academia de San Fernando lo compensó ahora nombrándolo miembro de la misma. Pero para ello debía el pintor componer un lienzo de ingreso en la insigne Academia madrileña, y la obra que eligió Goya hacer fue un Cristo crucificado, una creación donde expusiera dos cosas: el neoclasicismo más hermoso y equilibrado de sus maestros -algo en lo que no fallaría con la Academia-, y, por otra, su peculiar expresionismo artístico, ese que, premonitoriamente además, le llevaría años después a ser uno de los primeros creadores en manifestar cosas diferentes a las estrictamente pictóricas. En toda la Historia del Arte, los personajes retratados en una Pintura nunca dispusieron en sus rostros de la boca abierta. Bueno, nunca no... Hubo uno, al menos, que sí lo hizo, el alemán Mathias Grünewald (1470-1528). En el Arte sólo la escultura prometía elaborar rostros así, algo con lo que en su dramatismo más trágico se permitieran, lógicamente, representar ya con la boca abierta si era necesario -y en una escultura casi siempre-. Pero en la Pintura esto nunca se consideró apropiado, estético, bello o armonioso. La realidad es que afeaba la boca de los personajes el pintarla abierta, y pocos pintores la pintaron abierta, era casi un tabú. Menos un Cristo... Pero Goya, para acercarse aún más al dramatismo más humano, que sí existía en las grandes esculturas del Barroco hispano, pintará en 1780 a su crucificado ahora con la boca abierta.
Pocos años después, en 1788, cuando el mundo, tanto para él -no habría llegado aún su mayor suplicio- como para España -el gran rey Carlos III vivía aún, y la placidez de un mundo inocente, confiado y alegre se traslucía en su Arte-, era un lugar que, aunque antiguo, todavía se podría vivir en él... Y se decidió Goya por entonces en crear un boceto en óleo para un tapiz que nunca se llegó a confeccionar. Pero en esta obra luminosa y refulgente de alegría y vivacidad -La pradera de San Isidro, un lugar a las afueras de Madrid donde se celebraba esta fiesta popular-, se muestra ya el espíritu de un mundo que, aún, no habría conocido la maldad y la pesadilla más feroz, esa que una sociedad tan impúber pudiera por entonces siquiera imaginar. Sin embargo, luego de sufrir todas esas pesadillas -las guerras franco-españolas con Inglaterra y Portugal; la cruel de la Independencia; la protesta liberal de 1820-23 y su terrible represión posterior-, España habría perdido ya la inocencia para siempre. Y el pintor creará una pintura negra en su casa durante 1823, rememorando aquella pradera de entonces, con aquella romería festiva del santo, pero aquí muy negra, oscura, triste, pavorosa, llena ahora de rostros macilentos y afeados -a cambio de la de entonces-, y casi todos ellos ya con la boca abierta...
(Fragmento del óleo Cristo Crucificado, de Goya, 1780. Museo del Prado; Boceto, óleo sobre lienzo, La Pradera de San Isidro, 1788, Goya, Museo del Prado; Óleo La Peregrinación de San Isidro, 1823, Goya, Museo del Prado; Óleo sobre tabla, Jesús en el huerto, 1819, Escuelas Pías, Madrid; Lienzo del pintor barroco Cesare Gennari, Siglo XVII, Orfeo y su violín, Colección Privada; Óleo Cristo crucificado, 1780 Goya, Museo del Prado; Cuadro del pintor barroco napolitano Luca Giordano, Muerte de Orfeo, 1705, Palacio del Pardo, Madrid; Fragmento del Retablo de Isenheimer, Cristo crucificado, 1516, del pintor renacentista Mathias Grünewald, Museo Unterlinden, Colmar, Francia.)
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