La Mochila Torcida (12) Enfados de juventud
El calor no mataba y quizá por eso disfrutamos mucho más, ¡bueno! también el hecho de saber que teníamos cama asegurada daba una tranquilidad que nos hacía mirarlo todo desde la perspectiva del optimismo. Anduvimos por Ponferrada como dos turistas más de los muchos que iban y venían.
Sin la mochila me sentía ligera como una pluma. Nos detuvimos en el castillo templario ni sé el tiempo. Tranquilamente nos recreamos en sus murallas imaginándolo lleno de vida, soportando los envites de sus batallas…la verdad es que encaramada en ellas imaginar resultaba muy fácil. Paseamos por el centro, nos sentamos a tomar algo en la plaza del Ayuntamiento. Nos detuvimos a comprar unas postales…y después de largo rato a M le entraron las prisas. Me pareció una tontería volver al albergue cuando todavía no había dado la una pero, M decía que ya estaba harto de dar vueltas y lo cierto era que el calor empezaba a ser molesto; así que… despacito, sin prisas, relajados, departiendo sobre mil cosas sin importancia nos plantamos de nuevo en la puerta del alberque que ya a esas horas y como era de esperar, la colorida cola que formaban las mochilas cruzaba el patio. Una imagen que por repetitiva era tan familiar que resultaba cotidiana. Los dueños de las mochilas esperaban pacientemente rifándose la sombra que a esa hora parecía venderse cara.
Nosotros llegamos con ese aire de suficiencia que da la calma. Sabíamos que en cuanto abrieran las puertas entraríamos los primeros y que el calor de las doce y media, la ausencia de una ligera brisa, el cansancio y todas esas peculiaridades que nos recuerdan que todo tiene un límite y que ya estábamos llegando a él, darían paso a un bien merecido descanso…¡para eso habíamos madrugado!
Bicicletas, mochilas, bastones, gorras, botas fuera de los pies…todo desordenadamente esparcido por cualquier parte indicaba cansancio, sudor y calor. A un pintor le hubiese resultado fácil plasmarlo en un cuadro. Parecía que todos llevaran en la frente el deseo de una buena ducha escrito en ella.
Y de pronto sentí que algo no estaba bien. Algo no encajaba en aquella estampa diaria. Algo no cuadraba…
Estaba valorándolo cuando M me dio un codazo: ¡los primeros…! –exclamó soltando un rosario de tacos que no es menester reproducir. Especialmente porque el hombre que unas horas antes nos había atendido con tanta desgana no salía muy bien parado. Ni él ni la pobre de su familia… (Que digo yo que qué culpa tendría la pobre)-
-¡La fila! ¡No está donde tiene que estar! –dije incrédula.
-La fila está en su sitio ¡son nuestras mochilas las que no lo están! (y vuelta de nuevo M a nombrar a la familia del hombre, y vuelta al rosario de tacos, y vuelta a maldecir la hora en la que se nos ocurrió largarnos a hacer turismo, y a rechinar los dientes y…)
-¡Pero por Dios, ese hombre de sobra tendría que saber que dejando las mochilas en el lugar correcto nosotros no perderíamos el sitio…
-¡Pues claro que lo sabia…! ¡Lo ha hecho a mala leche!
En fin…los dos terminamos desahogándonos a voluntad y lo cierto es que el lugar era el menos indicado para hacerlo pues el albergue: San Nicolás de los Hermanos Hospitalarios, destilaba paz y limpieza. Pero tanto M como yo en esos instantes solo veíamos un montón de peregrinos robándonos el sitio que por ley nos pertenecía.
Solo tuvimos que girarnos un poco para ver que nuestras mochilas estaban donde horas antes el monje, el cura, el seglar, el de mantenimiento, el cocinero, el que pasaba por allí o lo que quiera que fuese aquel hombre, nos invitó a dejarlas. Solas en un rincón. Exactamente en la misma posición en la que las habíamos dejado. Exactamente en el lado opuesto a la entrada.
Las levantamos de mala manera, como si las pobres tuviesen culpa de algo, y las dejamos caer en un gesto de impotencia y mala leche a partes iguales, en el último lugar de la fila. De ser los primeros habíamos pasado a ser el último mono de la fila y lo peor es que las sombras se vendían tan caras que nadie estaba dispuesto a cederte un cachito de ella. En todo el solato dándome de lleno pensé que la experiencia es un grado y que la confianza de novatillo que habíamos demostrado no volvería a darse. Asándonos a ratos, maldiciendo a cada segundo dejamos que el tiempo, que por cierto se había empeñado en ser perezoso, pasase como buenamente pudiéramos. Yo pensando a ratos en las playas de Huelva, en lo tonta que era, en que ya llevábamos varios días metidos de lleno en este berenjenal para haber caído como pardillos…
No sé cuantas vidas después, otro hombre, (que para malestar mío, empecinada como estaba en seguir enfadada, era simpático a rabiar) sentado tras una mesa iba recibiendo peregrinos, sellando credenciales, saludando y preguntando la edad…y yo, que seguía enfadada y además no estaba por la labor de desenfadarme así como así…mostrándome lo más antipática de lo que fui capaz y solo por fastidiar, por joder o porque me ofusqué más de la cuenta… me quité de golpe unos cuantos años, cinco o seis o siete o diez…¡prefiero no acordarme! M, espantado me miró con los ojos como buho pero el pobre, a sabiendas de la mala leche que aún me hervía en la sangre, no se atrevió ni a decir esta boca es mía. La cuestión es que, apenas nos instalaron en un estupendo dormitorio de tan solo dos literas, se enfadó porque según su criterio nuestra diferencia de edad podría ponerlo en un serio problema legal…
Y la verdad es que un rato después, cuando la ducha me devolvió de nuevo el buen humor, y cuando caí en la cuenta de la buena habitación que nos habían dado, no pude evitar un cierto sentimiento de culpabilidad… (aunque la verdad, tampoco era para tanto)
-Y ahora qué –insistió M- ¿mantienes la mentira o vuelves a tus años…o…?
-¡Que tontería, qué más dará si eso no sirve para nada!
-Cómo que no, ¿y las estadísticas…?
-¡Ah pues…en fin, ya veré lo que hago! «Y qué me importaran a mi las estadísticas –pensé antes de dejarme caer en la cama resistiéndome a desprenderme al cien por cien del enfado»
- María Penís