Revista Opinión
El pasado jueves veinte de octubre de dos mil once pasará a la hemeroteca como fecha histórica. Gadafi, o lo que es lo mismo, el tirano más singular y déspota en tiempos recientes, cayó asesinado en su ciudad natal de Sirte. La muerte del tirano, como cualquier acontecimiento de importancia, no se le escapa al omnisciente prisma del Derecho, y plantea algunas cuestiones, que lejos de ser solucionadas en este breve artículo, no podemos dejar de plantear.
Un tirano es aquél que «sustrae la propiedad de los particulares y la saquea, impelido por vicios tan impropios de un rey como la lujuria, la avaricia, la crueldad y el fraude... los tiranos intentan perjudicar y arruinar a todo el mundo, pero dirigen sus ataques en especial contra los hombres ricos y justos que viven en su reino, consideran el bien más sospechoso que el mal, y temen como a nada precisamente esas mismas virtudes de las que carecen... los tiranos expulsan del reino a los mejores con la excusa de que ha de rebajarse a quienquiera que destaque sobre el resto... dejan exhausto al pueblo para que no pueda reunirse, exigiendo casi a diario nuevos tributos, promoviendo disputas entre los ciudadanos y empalmando el fin de una guerra con el comienzo de otra. De situaciones así surgieron las pirámides de Egipto... el tirano no puede menos de temer que aquellos a quienes esclaviza puedan intentar derrocarlo... por eso prohíbe que los ciudadanos se reúnan o formen asambleas o discutan en común los asuntos del reino, arrebatándoles con métodos propios de policía secreta la ocasión misma de hablar o escuchar con libertad, impidiendo incluso que puedan expresar sus quejas libremente...».
Obviamente, bien se habrá percatado el lector, estas palabras no son propias sino de un ilustre clásico español, Juan de Mariana. Las palabras del inmortal jesuita nos confirman, por si acaso alguien pudiera tener duda alguna, que Gadafi era un tirano. Virtud de las tesis del autor, creador de la doctrina del “tiranicidio”, Gadafi bien pudo acabar sus días de la forma más conforme al Derecho Natural. Sin embargo, y no sólo por haber pasados largos siglos desde esta afirmación, la opinión aquí defendida no puede sostener a ultranza la consecuencia “lógica” de una interpretación “mariánica” de estos hechos.
Más allá del prisma de quien analiza los hechos, debemos observar quiénes realizaron estos hechos. Los verdugos del dictador no le hicieron saber que iba a pagar sus crímenes con una ejecución sumaria. Los asesinos del sátrapa invocaban a Alá, mostrando cómo el islamismo, lejos de haber sido motivo por el que Occidente ha ayudado al derribo del general, es una de las opciones, que en puros términos democráticos, parece estar abriéndose puertas.
La doctrina de Mariana, tan presente en el subconsciente de la psique occidental común, no es aplicable al caso. Los presupuestos que impregnaron al jesuita, más allá de Aristóteles o los Evangelios, no han sido invocados mentalmente por los verdugos de Gadafi, no pensando en ningún momento en términos de justicia, sino de venganza. La “cruzada por una democracia global” que tanto mencionó el Presidente Bush vuelve a caer en el ridículo, tal y como ya lo hiciera con Sadam o Bin Laden. Los crímenes de la Alemania Nazi, si bien no en plenitud, bien pueden servirnos de ejemplo de cómo hasta el más villano debe ser objeto de juicio (véanse los “Procesos de Nurémberg”). La norma justificadora es premisa inexcusable para todo sistema organizado en torno a unas leyes y un Estado de Derecho.
Para un mundo globalizado, nominalmente construido en torno a unos derechos y libertades irrenunciables, hubiera sido necesario el juicio de los tres villanos. Más allá del morbo, en buena parte periodístico, de oír a Gadafi dando la lista de todos los beneficiarios de sus interesadas dádivas, hubiera sido todo un ejemplo para la ciudadanía, una muestra de cómo los jueces son siempre pieza clave en el engranaje, no prescindible. La lucha nominalmente a favor de los derechos humanos y de la justicia se está convirtiendo en una gran parodia respecto a los objetivos inicialmente perseguidos.
El asesinato inmisericorde del sanguinario líder derrocado es una flecha afilada que ataca frontalmente a una eventual, y necesaria, pedagogía del Estado de Derecho. No deja de ser una muestra de cómo los países ocupantes de Libia no están interesados por crear un Estado fuerte, socio privilegiado y próspero que sepa aprovechar justamente sus recursos. La pedagogía indispensable para ejercer la democracia falta, y tampoco va a ser fomentada. Es mucho más fácil negociar con cuatro jefes tribales analfabetos que con un loco tirano, aunque débil y manejable.
Tremendamente gráfico es enterarse de cuánto se parecieron los ejecutores de Gadafi a los bonobos (o chimpancés pigmeos)... sodomizaron al líder derrocado antes de ser ejecutado. ¿Furia incontrolada o “derecho al tiranicidio”? Soluciones así, aun con Hitler o con el Diablo, no dejan lugar a dudas del porcentaje de material genético que compartimos con nuestros primos primates... aunque, tampoco esto, sea visto así por el islamismo.
Imagen: "El Día del Juicio Final", Musées royaux des Beaux-Arts de Belgique This file is licensed under the Creative CommonsAttribution-Share Alike 2.0 France license.