En su última película, Luchino Visconti no se reprime en la representación gráfica y simbólica de la que fuera una de las constantes en su trayectoria como cineasta, la paulatina decadencia de la aristocracia y la definitiva desaparición del antiguo orden social al que él mismo pertenecía. A partir de una novela de Gabriele D’Annunzio, Visconti se introduce por última vez en ese fastuoso universo de oropeles, riquezas y rígidas normas sociales, y también de hipocresías, traiciones y fracasos, de grandes teatros, de lujosos palacios, de bailes de gala y suntuosas cenas de etiqueta desde la lúcida, escéptica y desesperada perspectiva de quien es consciente de que se trata de un mundo en descomposición, de una muerte anunciada. En ese estertor de clase, lo común es, sin embargo, mirar hacia otro lado, negar la evidencia, revolverse, sobreactuar, agarrarse con uñas y dientes a una concepción mental y moral de la vida que hace aguas por todas partes, que se diluye en la nada del tiempo perdido, y, así, los personajes luchan, sufren, estallan, agonizan, mueren, y en no pocas ocasiones arrastran consigo el cadáver (social o literal) de más de un inocente. Tullio Hermil (Giancarlo Giannini) disfruta espléndida y libremente de los privilegios de clase de ese universo fabricado a la medida de hombres como él: sobradamente mantenido por sus rentas, sus negocios y la herencia de la familia, se entrega sin límite a sus tres pasiones, la lectura, la esgrima y el cuerpo de su hermosa amante, Teresa Raffo (Jennifer O’Neill). Al igual que Tullio, Teresa Raffo se zambulle a diario en las prebendas de clase, aunque, dado su estado permanente de coqueteo y devaneos amorosos, incluso con hombres casados de su entorno, realmente no sea tenida como una dama «de clase» por sus semejantes. La pagana de esta situación es Giuliana (Laura Antonelli), la esposa de Tullio, prisionera de un matrimonio sin amor a cuya infelicidad va unido el escarnio público debido al conocimiento por todos de las relaciones entre Tullio y Teresa. Es eso, la publicidad, lo que le hace sufrir, puesto que el acuerdo privado que mantiene con Tullio les da carta blanca a ambos para hacer vidas personales y, sobre todo, sentimentales, por separado, más allá de las debidas apariencias sociales, en el caso de Tullio, ampliamente contestadas. Sin embargo, la libertad de Tullio y la cárcel de Giuliana son estados pasajeros; no tardan en acontecer hechos que invierten esta situación, de manera que Tullio se ve cada vez más atrapado en la red de dependencias, mentiras, obligaciones y servidumbres que a su vez le impone su clase, mientras que Giuliana encuentra en el escritor Filippo D’Arborio (Marc Porel) la vía para acogerse a la vida libre y satisfactoria que Tullio ha llevado durante años a sus expensas.
La crisis de Tullio tiene un doble origen: en primer lugar, no es capaz de atar en corto y de gozar en exclusividad de los encantos de Teresa Raffo, quien, sabedora de que eso alienta el deseo, la obsesión y la necesidad que su amante tiene de ella, no vacila en engañarle con otros, en provocarle dejándose ver públicamente en otras compañías, viajando y citándose con ellos y haciéndoselo saber (como ocurre con el episodio del conde Stefano, interpretado por Massimo Girotti, que deriva en el reto a batirse en duelo); por otra parte, el conocimiento que Tullio tiene de las relaciones entre Giuliana y Filippo tiene un efecto contraproducente: la presión social, los celos, el abandono de Teresa, logran que nazca en él una inédita pasión por su mujer, un deseo carnal y un vínculo emocional que hacen que se plantee la posibilidad de empezar de nuevo, de iniciar con su esposa el idilio que durante el concierto de su matrimonio nunca vivieron. Sorprendida, ella se deja seducir por el nuevo Tullio, pero la fatalidad viene a empañar esa promesa de felicidad: Giuliana descubre que está embarazada de Filippo, quien a su vez, contagiado de una extraña enfermedad contraída en su reciente paso por África, se encuentra en peligro de muerte. De nuevo la zozobra sacude el matrimonio de Tullio y Giuliana: de la indiferencia mutua pasaron al amor más apasionado, y de este a las consecuencias de un adulterio consentido cuyo fruto se ve cuestionado debido a las tiranías sociales de clase. En una sociedad fundamentada en las apariencias podría no representar gran dificultad el hecho de que existiera un hijo ilegítimo que se hiciera pasar por propio desde niño; sin embargo, Tullio ve imposible aceptar, no ya a un niño que no sea suyo, sino el mero reconocimiento ante los demás de su paternidad. Un drama que se une a la ruptura de su recién descubierta armonía con Giuliana, puesta en riesgo por cualquier opción que pueda tomar. En ese punto, Tullio deberá elegir entre lo que desea y lo que su respetabilidad reclama, y este enfrentamiento interior, este brote de locura y paranoia, sirve a Visconti para, una vez más, ofrecer al espectador un análisis demoledor de la aristocracia y la alta burguesía, de la podredumbre moral que se esconde tras las cortinas de la apariencia, de la moral social, de los mandatos de clase, de la pertenencia a un grupo selecto cuyos miembros no son nada ejemplares pero que viven para los demás la ficción de su ejemplaridad.
Visconti une de nuevo un drama de profundo calado humano, enfrentado al reconocimiento o la condena social, con una majestuosidad formal basada en una impecable puesta en escena, acompañada armónicamente de una sobresaliente elegancia en los movimientos de cámara y en un meticuloso y plásticamente bellísimo uso de la luz (y su alteración, como ocurre, con toda intención, en la secuencia que sirve de desenlace, inusualmente sombría, apagada, turbia, progresivamente enrarecida). Un entorno aristocrático recreado hasta el más mínimo detalle por una minuciosa dirección artistica y un soberbio trabajo de ambientación, vestuario, maquillaje y peluquería sirve de escenario para un drama pasional en el que los más bajos instintos humanos, pasiones y odios desaforados, conviven y luchan con los dictados sociales y las obligaciones públicas. El niño encarna tanto la esperanza de regeneración de clase como la maldición que esta arrastra por su consustancial naturaleza corrupta, y sirve de parábola para ejemplificar aquello que tantas veces ha tratado, siempre de manera magistral, el cine de Visconti: la encrucijada entre luchar por la supervivencia y con ello agravar y adelantar el final, o bien enrocarse en una resistencia a desaparecer, rebelarse, batirse, y exponerse así a una conclusión fulminante. En todos los casos, el destino es irrenunciable, el único futuro posible es la extinción, y la única variable que queda es intentar controlar, paliar, evitar el pago del inevitable coste, el grado de sufrimiento y condena. Además de la oportuna selección de escenarios y la cuidada construcción visual del filme, son los intérpretes los que logran conferirle toda su dramática dimensión. Giancarlo Giannini está excelso en su transición del hombre frívolo y celoso al ser atormentado, obsesionado, enloquecido de tentaciones criminales; Laura Antonelli, musa del erotismo italiano de los setenta, resulta sin duda adecuada para el personaje que de esposa anónima, recatada, escondida, desconocida, emerge como una tentación carnal, una criatura deseable, una mujer renacida, plenamente entregada a los placeres de su cuerpo. Por último, la aparente nota discordante del reparto, la bellísima Jennifer O’Neill, da vida como Teresa Raffo a otra perspectiva de la clase social a la que pertenece, una superviviente caprichosa e interesada, que en los hombres busca el placer egoísta y el provecho material que garanticen su bienestar, y para la que no existen conceptos como el compromiso, el amor o el futuro común. No en vano, Visconti elige a Teresa Raffo como personaje que cierra la película. Su huida furtiva, vestida de negro (de luto), al amanecer, de la casa donde ha tenido lugar una muerte, la muerte que ejemplifica la desaparición de toda una clase social autodestruida por sus propios prejuicios, sus hipocresías, sus esclavitudes morales, que en última instancia, como Saturno, ha intentado garantizar su trascendencia devorando a sus hijos.