En la corrida el toro muere necesariamente, pero no es abatido como en el matadero, es combatido. Porque el combate en el ruedo, aunque sea fundamentalmente desigual, es radicalmente leal. El toro no es tratado como una bestia nociva que podemos exterminar ni como el chivo expiatorio que tenemos que sacrificar, sino como una especie combatiente que el hombre puede afrontar. Tiene, pues, que ser con el respeto de sus armas naturales, tantos físicas como morales. El hombre debe esquivar al toro, pero de cara, dejándose siempre ver lo más posible, situándose de manera deliberada en la línea de embestida natural del toro, asumiendo él mismo el riesgo de morir. Sólo tiene el derecho de matar al toro quien acepta poner en juego su propia vida. Un combate desigual pero leal: las armas de la inteligencia y de la astucia contra las del instinto y la fuerza.
Francis Wolff,
Filosofía de las corridas de toros
El Julipié es la rúbrica más ruín y cobarde de una liturgia que gira en torno a un sólo elemento: el respeto al Toro. Sin éste cortés afecto, nada tiene importancia, por mucha belleza que desprenda la obra, será hueca como un támbor al que golpea la vida.
Obsérvese atentamente en las dos fotos:
Arriba, el Fundi, 365 días al año honesto matador de toros que, ocasionalmente, y de manera adicional, cuando la condición del Toro, siempre un Toro, se lo permite, es capaz de aunar la estética a la ética. Gloria a los héroes.
Debajo, El Juli, vanguardismo torerista en estado puro, 365 días al año censurando la bravura, vetando al Toro, cerrándole las puertas del paraíso dónde está escrito tienen que ir a luchar o morir. Cínico verdugo, sus mutilados antagonistas son condenados a muerte, como el guillotinado, sin posibilidad ninguna de defender su vida y/o atacar a su ejecutor.
Véase también en ambas instantáneas la expresión, la mirada del toro en el momento del embroque. El Miura lidiado en Pamplona, con la mirada viva, sabiéndo y acertando en su presa que, de manera leal, entiende que la suerte suprema es el momento en que Toro y Torero tienen que luchar cada uno con sus armas, asumiendo el riesgo de la propia muerte. Es el momento cumbre de la lidia: matar o morir.
Zurcidor, de Torrealta, mantiene la inexpresividad en el gesto del encaperuzado que no sabe lo que se le viene encima. Únicamente tiene algo de savia su mirada, con el ojo ampliamente abierto, signo de sorpresa, señal de sobresalto ante lo desconocido, asustado por lo que no es capaz de ver, culpa de una amplia muleta cegadora.